#MDZLecturas-Verano 2020

El precio de la pasión, de Gabriel Rolón

El nuevo libro de Gabriel Rolón, publicado por Planeta, echa anclas en las aguas profundas de la pasión. Esa fuerza primitiva que grita en nosotros desde el principio de los tiempos, y nos lleva a un límite en el que la distancia entre el placer y el dolor es nada más que una respiración.

Redacción MDZ
Redacción MDZ viernes, 31 de enero de 2020 · 06:57 hs
El precio de la pasión, de Gabriel Rolón

Fragmento

 

Preludio

 

Solos… espantosamente solos

 

Suele decirse que los griegos inventaron la tragedia, pero esta afirmación es cierta sólo desde el punto de vista del arte. La verdadera tragedia nació mucho antes, con el aliento del primer ser humano que llegó a la vida, este lapso que va de una inexistencia a la otra. Nada éramos antes de nacer y nada seremos después de morir, al menos desde el punto de vista psicológico. Eso que llamamos

«Yo» cada vez que hablamos de nosotros, contiene nuestra memoria consciente e inconsciente, las herencias emocionales que nos aguardaban aún antes de que naciéramos, las huellas que nos ha dejado la infancia, y los miedos y deseos que hoy nos condicionan, alientan y definen.

Nos ha tocado habitar un tiempo breve y complejo que al universo parece importarle bien poco, y sin embargo es lo único que tenemos.

La vida sólo es tiempo. Por eso, quien juega con nuestro tiempo juega con nuestra vida.

Es indispensable, entonces, darle valor a cada instante.

Hace muchos años, cuando trabajaba en un geriátrico, me ocurrió algo que no pude olvidar nunca. Una mujer de noventa y cinco años agonizaba en su cama. Sentado a su lado, yo sostenía su mano entre las mías en silencio. En un momento giró la cabeza para hablar. Me acerqué.

—¿Quiere decir algo? —la interrogué. Mirándome a los ojos murmuró:

—¿Esto fue todo?

Sus palabras me golpearon. Sentí la carga que llevaban y, aun así, respondí con la verdad.

—Sí, esto fue todo. Pero le juro que mientras le quede un segundo de vida y quiera hablar voy a estar aquí para escucharla.

A los pocos días falleció.

Ha pasado el tiempo, y todavía su pregunta me recorre como una advertencia. Desde aquel instante, hice lo que pude para evitar ese destino. Quiero que, cuando llegue el momento, quien esté conmigo guarde una imagen distinta. Quizás una sonrisa, y una frase:

—Tranquilo, valió la pena… no estuvo tan mal.

 

* * *  

 

Hegel dijo que era posible que la Tierra no fuera más que un enorme cascote que gira alrededor del sol. Pero lo cierto es que en ese cascote habita un ser que se pregunta por el sentido de la vida: nosotros. Y aquí estamos, condenados a encontrarle un significado a nuestra existencia, e invitados a enfrentar el desafío de vivir siendo conscientes de nuestra finitud.

No somos hombres y mujeres porque vivimos. Somos hombres y mujeres porque sabemos que vamos a morir.

Parafraseando a don Miguel de Unamuno, ése es el sentimiento trágico que recorre nuestras vidas. ¿Cómo hacemos para no vivir angustiados siendo conscientes del fin que nos espera? La respuesta es clara: jugando nuestros sueños, construyendo proyectos que se interpongan entre la muerte y nosotros. Y para que esos proyectos no se derrumben, es necesario que estén sostenidos por una fuerza que resista el embate de las adversidades. A esa fuerza la llamo deseo.

El deseo es enemigo de la muerte.

Al igual que Hegel, Nietzsche imaginó que la Tierra era sólo un astro entre muchos otros, olvidado en algún rincón del universo, habitado por animales inteligentes que desarrollaron la cultura, el arte, la ciencia y el conocimiento. Hasta que un día ese astro se enfrió tanto que todos los seres que vivían ahí sucumbieron a la catástrofe.

El escritor y filósofo Gustavo Varela extrae un pensamiento perturbador de este párrafo:

A pesar del esfuerzo, a pesar de la inteligencia y el tiempo dedicado […], aunque hayan escrito miles de libros y fundado universidades […] una vez que los habitantes (de ese astro) murieron, no pasó absolutamente nada.  A pesar de tanto esfuerzo y de tanta verdad […] una vez que la Tierra se heló es como si nada hubiera sucedido.

Esto es así porque al universo poco le importa lo que nos pase. ¿Cuántos milímetros creen que se modificará el eje terrestre el día que muramos? Ni siquiera uno.

Sin embargo, como aquellos guerreros que se entrenaban toda la vida en el arte de matar dragones aun sabiendo que los dragones no existen, aspiramos a comprender el misterio que encierra ese universo que permanece indiferente a nuestras pasiones.

 

Nace el hombre. Muere Dios

Durante toda la Edad Media, la religión fue la única herramienta para intentar desentrañar el misterio de la vida. Hasta que, en el siglo XVII, René Descartes conmocionó al mundo con una conclusión subversiva: cogito ergo sum (pienso, luego existo).

Ese postulado desafió una cosmovisión que se había sostenido por más de mil años en los que el ser humano había estado relegado ante la figura  de Dios. Toda esa época estuvo teñida de religiosidad, y la existencia era considerada apenas un trámite, un valle de lágrimas que debía atravesarse para obtener luego el premio en el reino de los cielos. Guiadas por esta premisa, las personas cedieron sus anhelos en esta vida a la espera de la recompensa divina que vendría luego de la muerte. No hubo revoluciones, lucha en contra de la injusticia, huelgas ni protestas y, hombres y mujeres, soportaron hasta lo insoportable.

Pienso en lo que se conoció como «derecho de pernada». Una ley que autorizaba a los señores feudales a mantener relaciones sexuales con las doncellas que fueran a casarse con cualquiera de sus siervos. Imaginen lo que sentirían esa mujer obligada a tener sexo sin desearlo, y su futuro esposo que debía esperar en la puerta de la cabaña a que «el Señor» terminara su tarea. Ninguno de los dos podía decir nada. Tenían que controlar su angustia, su rabia y su vergüenza, es decir, sus pasiones, porque así sucedían las cosas en aquel tiempo. Era lo que les había tocado, y creían que si lo soportaban con sumisión encontrarían consuelo en la otra vida.

Pero, como dijimos, llegó Descartes y se permitió dudar de todo, incluso de Dios.

No fue un acto gratuito. En aquellos tiempos, negar a Dios equivalía a ser condenado a muerte por herejía. Por eso, el pensador francés marchó a Amsterdam, ciudad alejada del poder de la iglesia, y desde allí sostuvo que todo lo que creíamos podía no ser cierto, incluso la idea misma de Dios. Sin embargo, había algo de lo que él no podía dudar: de que estaba dudando, y eso le daba la certeza de existir. Es decir, sabía que existía porque dudaba, porque pensaba. De allí su máxima: «Pienso, luego existo».

A partir de ese momento, la religión fue cediendo terreno y comenzó el imperio de la razón que puso fin a años de oscurantismo.

Quizá pueda parecer inverosímil que una idea sea capaz de impactar tanto sobre la realidad como para llegar a modificarla. Pero ése es el poder de la palabra. Imaginemos la situación.

Un hombre reflexiona en soledad sobre el momento en que le toca vivir y cuestiona el orden existente. Luego  comunica su pensamiento a los demás y, así como en mil años no había cambiado nada, ese pensamiento golpea las estructuras y lleva a una conclusión: si no hay Dios nadie gobierna por derecho divino. Un siglo y medio después rueda la cabeza de Luis XVI y cae la monarquía.

Pero no seamos ingenuos. Tampoco fue tan sencillo. Aunque, como analista experimenté en carne propia el poder que tiene la palabra. He visto a pacientes derrumbar universos de dolor para alzarse con ideales nuevos.

 

Laura era una médica brillante de cuarenta y cinco años que, luego de un tiempo de análisis, narró un suceso ocurrido en su pubertad.

En aquella época vivía sólo con su mamá y su hermano, porque el padre los había abandonado. Producto de ese desgarro, la madre había caído en una fuerte depresión y no pudo hacerse cargo de los hijos. Por esa razón, desde que tenía siete años, Laura era la responsable de la familia.

A los catorce comenzó a salir con un muchacho del barrio y poco después quedó embarazada. Al comunicárselo, él respondió que no tenía nada que ver con eso, porque era probable que para mantener a su familia ella tuviera sexo con otros por dinero y que, por ende, no pensaba hacerse cargo. En sesión, Laura liberó un llanto mudo retenido durante casi treinta años.

—¿Te das cuenta? Me trató como a una puta. Me contó que no tuvo otra alternativa más que abortar y que jamás había hablado del tema hasta ese día.

—Es injusto —repetía con voz entrecortada. Su llanto y su angustia tenían una intensidad que no se condecía con un recuerdo. No se trataba del dolor moderado de la reminiscencia sino del tormento apasionado de la repetición, porque en transferencia ella no estaba recordando, sino reviviendo aquella escena. En ese momento, delante de mí tenía a una adolescente asustada y desvalida, y a ella le hablé. Le dije que tenía derecho a estar enojada y que no debía sentir culpa por la decisión que había tomado.

—Mirame, Laura —le indiqué—. Eras una nena muerta de miedo que estaba sola. Vos sabés el infierno que pasaste y nadie tiene derecho a juzgarte. Ahora es momento de que te perdones. Además, ya no estás sola. Yo estoy acá para ayudarte.

Ella agradeció con la mirada y, en ese gesto, la niña dejó paso a la mujer. Una mujer que ahora podía hablar. Y esa palabra posible desgastaba una angustia de años y abría la puerta a un destino diferente.

 

Con la razón no alcanza

Años después de Descartes, Immanuel Kant planteó que sólo podemos conocer el mundo a partir de nuestros sentidos. Es decir, accedemos a las cosas por lo que podemos tocar, ver, degustar, oler o escuchar. Así, todo nuestro conocimiento arranca por los sentidos, pasa de ellos al entendimiento y termina por último en la razón.

Pero no podemos engañarnos: no basta con la razón para entenderlo todo. Lo sabemos. Lo sentimos a diario cuando alguna de nuestras emociones derrumba cualquier argumento. ¿Qué otra cosa es la pasión, sino una fuerza que se lleva todo por delante, incluso la razón?

El mismo Kant lo reconoce. En su obra más importante, Crítica de la razón pura, el filósofo sostiene que apenas obtenemos un conocimiento limitado de las cosas a partir de lo que percibimos de ellas, y que esa realidad fenoménica (fenómenos), es la única experiencia posible. Además, admite que nunca podremos conocer la esencia de esas cosas (noúmeno).

Si leemos entre líneas, si hay una experiencia posible deducimos que hay otra imposible. ¿Cuál? Justamente la que escapa a los sentidos y remite a los temas existenciales: Dios, el origen, la existencia del alma, la sexualidad o la muerte. Esas cuestiones sobre las que no hay un saber. Ese mundo que no abarcan las palabras. Ese continente estremecedor al que el Psicoanálisis, a partir de Jacques Lacan, llama Lo Real. Todos, en algún momento, nos hemos abismado a él.

Nadie puede comprenderlo todo. Por lo tanto, debemos aprender a vivir con una falta de saber acerca de muchas de las cosas más importantes de la vida.

Algunos autores de tango han plasmado en su poesía esta sensación de angustia ante lo imposible de aprehender: «¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?…» «¿Quién se robó mi niñez?…» «Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…» «Uno está tan solo en su dolor…» «Los años han pasado, terribles, malvados…» «La vida es una herida absurda…»

El querido poeta Horacio Ferrer dijo que el tango era «poesía vuelta pregunta constante que habita en el territorio del misterio», de lo que no tiene respuesta. Una especie de duelo o batalla (o una armonía) con la existencia.

El arte es un intento de acceder a lo innombrable. Con un movimiento, un trazo, una melodía o una metáfora rasguñan la piel de lo imposible y calman, al menos un poco, la desazón ante el vacío.

 

Un siglo después de la muerte de Kant, Karl Jaspers postuló que, a medida que avanzamos en el intento de entender el mundo, más tarde o más temprano, vamos a toparnos con un límite infranqueable. Por mucho que lo intentemos, hay un paso que no podremos dar de la mano de la razón. Llegado ese momento, tendremos que tomar una decisión: o nos resignamos o abandonamos la razón y damos un salto al vacío. A ese salto, Jaspers lo llama fe. La razón no alcanza para demostrar la existencia de Dios, pero la fe posibilita la aceptación de la presencia divina sin necesidad de pruebas ni cuestionamientos.

Más allá de la postura que se tenga ante la fe, debemos admitir que  no es suficiente la razón para comprender, ya no sólo el cosmos o Dios, sino nuestra propia vida.

Somos para nosotros un enigma tan grande como el universo mismo.

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