Historia

¿Quiénes fueron las princesas de la Independencia?

“Las perspectivas de género han ganado, como sabemos, un terreno inimaginable hasta hace unas décadas. Y explorar en el pasado el papel de las mujeres se ha convertido en un trending topic y en un desafío para quienes lo encaran”. Un informe preparado por Marcela Ternavasio y difundido por el CONICET.

sábado, 13 de julio de 2019 · 10:28 hs

Las perspectivas de género han ganado, como sabemos, un terreno inimaginable hasta hace unas décadas. Esas conquistas avanzaron en muy diversos campos y la historiografía no ha sido ajena a la nueva sensibilidad que nos acompaña: explorar en el pasado el papel de las mujeres se ha convertido en un trending topic y en un desafío para quienes lo encaran. Desafío que supone despojarnos de los sentidos comunes que nos habitan para contextualizar, sin anacronismos ni etiquetas rápidas, las variaciones que fueron experimentando las representaciones de género en las diversas sociedades y momentos de la historia.

En el marco de esta nueva conmemoración de la independencia declarada el 9 de julio de 1816 en la ciudad de Tucumán, regresa la pregunta sobre el rol que en esa gesta desplegaron las mujeres. Las respuestas que se han ido cosechando hasta el momento revelan la presencia de mujeres que acompañaron a los ejércitos, mujeres que se movilizaron en el espacio público, mujeres de las elites que quedaron a cargo de los negocios familiares, mujeres campesinas que suplieron como mano de obra a sus maridos, padres, hijos o hermanos reclutados como soldados, mujeres lectoras o escritoras, mujeres rebeldes o resignadas… Mujeres, en suma, de diversos estratos sociales que estuvieron tan atravesadas como los varones por la tormenta revolucionaria que vino a cambiar sus vidas.

Pero además de todas ellas, nuestra independencia registra el papel de otras mujeres que se convirtieron en piezas fundamentales de un juego político y bélico que se dirimió en el tablero internacional. Mujeres –muy pocas, por su excepcional condición– que formaron parte de las estrategias de la contrarrevolución. Estamos hablando de princesas de linaje dinástico, con las cuales las potencias dispuestas a reinstaurar el legitimismo monárquico pretendieron desplegar parte de su juego en América, después de la derrota del imperio napoleónico en 1814.

¿Quiénes fueron esas princesas? Carlota Joaquina de Borbón, María Isabel y María Francisca de Braganza y Leopoldina de Habsburgo, las primeras princesas viajeras transatlánticas. Carlota Joaquina, hermana mayor del rey de España, Fernando VII, y esposa del entonces rey de Portugal, se encontraba desde 1808 en Río de Janeiro, cuando la Corte de Braganza junto a miles de portugueses se trasladaron a Brasil, su principal colonia, huyendo de la invasión napoleónica. Un teniente inglés que acompañó la comitiva dejó testimonio del inédito viaje y destacó la impactante experiencia de “mujeres de sangre real y de las más altas estirpes, criadas en el seno de la aristocracia y de la abundancia”, que se vieron obligadas a enfrentar los fríos y las borrascas de mares desconocidos, “privadas de cualquier confort y hasta de las cosas más necesarias de la vida”, resignadas “a amontonarse en la mayor promiscuidad, a bordo de navíos que no estaban en absoluto preparados para recibirlas”. Condiciones ciertamente extremas para ese segmento social que gozaba de todos los privilegios y que no volverían a replicarse en los viajes que debieron emprender, algunos años después, las otras tres princesas mencionadas. En los casos de María Isabel y María Francisca –hijas de Carlota Joaquina y Juan de Braganza– y de Leopoldina de Habsburgo –hija del emperador de Austria Francisco I– los preparativos fueron cuidadosamente monitoreados para darles el mayor confort que se podía ofrecer en aquella época. Destinadas a cumplir con sus obligaciones dinásticas, emprendieron el cruce del Atlántico con sus ajuares de novias para contraer matrimonios convenientes, según indicaba la tradición de las Casas soberanas europeas.

María Isabel y María Francisca iniciaron su periplo desde Río de Janeiro a Cádiz, pocos días antes de que el Congreso reunido en Tucumán declarara la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica. En España las esperaban sus dos tíos y futuros maridos, Fernando VII y el infante Carlos de Borbón, para cumplir con los contratos matrimoniales que se negociaron entre ambas Cortes. Esos contratos eran parte de una estrategia política y bélica y fueron iniciativa de Carlota Joaquina, quien desde su arribo a tierras cariocas no había dejado de intervenir en los asuntos que involucraban a su tierra natal; intervenciones por lo general temerarias que exhibían una inusual autonomía de acción frente a su marido y el gabinete que lo rodeaba.

Con esa unión dinástica, España aspiraba a recibir el apoyo de los ejércitos portugueses en Brasil para aplastar el foco revolucionario rioplatense y evitar la independencia. Pero la Corte de Braganza no tenía las mismas aspiraciones. Mientras las princesas cruzaban el océano, los ejércitos lusitanos avanzaron sobre Montevideo, dominado en ese momento por las fuerzas de José Gervasio Artigas, para apoderarse de los territorios de la Banda Oriental, disputados entre las dos coronas ibéricas desde tiempo inmemorial.

Los casamientos regios eran, sin duda, una cuestión de Estado y un modo de trabar alianzas políticas. Pero, como vemos, no siempre respondían a las expectativas de ambas partes contratantes. Las pobres princesas, ignorando los pormenores políticos que las involucraban, arribaron a Cádiz, luego de más de dos meses de navegación, en un clima de efervescencia por las noticias que llegaban desde Brasil y el Río de la Plata. Nadie podía dar crédito a que el rey de Portugal ocupara, precisamente en ese momento, un territorio que la Corona española consideraba parte de sus dominios ultramarinos. El secretario de Estado propuso disolver los contratos matrimoniales y encerrar a las dos Braganza en un convento hasta devolverlas a Río de Janeiro.

En realidad, nada de esto ocurrió y las bodas se celebraron con toda pompa, según los protocolos de una boda real. Pero lo que tampoco se cumplió fue la expectativa de Fernando VII de sellar una alianza bélica luso-hispana para liquidar el principal foco revolucionario con epicentro en el Río de la Plata. La ocupación portuguesa de la Banda Oriental había llegado para quedarse por unos años y el acontecimiento conmovió las bases del equilibrio europeo concertado en el Congreso de Viena. Por este motivo, España y Portugal estuvieron a punto de librar una guerra en el escenario europeo y la diplomacia del Viejo Mundo se ocupó más de este conflicto que de reaccionar ante la declaración de la independencia del 9 de julio.

Pero quien también parecía haber llegado al trópico para quedarse era Juan de Braganza. A pesar de las presiones que recibió para regresar a Lisboa, tanto por parte de Inglaterra –su principal protectora y aliada– como de los portugueses que quedaron abandonados en la franja territorial europea, el rey se siente cómodo en su nueva sede, liberado de los entretelones diplomáticos de las Cortes y de estar condenado a ser la cabeza de una potencia de segundo orden. Una señal de esa vocación americana fue la concertación del matrimonio entre el heredero del trono de Portugal, Pedro de Braganza, y la archiduquesa Leopoldina de Habsburgo, realizado en Río de Janeiro. La boda se celebró en 1817, con todo el fasto que requería la ocasión, e indicaba el afán de trabar una alianza con Austria, potencia de primer orden en la recién conformada Santa Alianza, para consolidar el legitimismo monárquico en una América amenazada por la extendida vocación independentista y republicana. Leopoldina aceptó con entusiasmo su destino, según le expresaba en una misiva a su hermana mayor poco antes de la partida: “Soy feliz, soy feliz, hago la voluntad de mi amado padre y puedo al mismo tiempo contribuir para el futuro de mi amada patria”. Un entusiasmo que gradualmente fue mutando hacia el desencanto, una vez ya casada y habiendo cumplido con rol que se esperaba de una consorte regia de darle hijos a la descendencia dinástica.

El derrotero histórico posterior demostró que ninguna de las especulaciones que las monarquías ibéricas proyectaron con sus princesas se cumplió. Las independencias se propagaron en toda Hispanoamérica, librando una cruenta guerra, para dar lugar a la formación de nuevos estados soberanos. La Corte de Braganza, por su parte, no pudo permanecer en su Versalles tropical luego de la revolución liberal que estalló en Oporto en 1820 y que la obligó a regresar a Portugal, mientras el primogénito de la familia real se quedaba en Río para convertirse en el emperador de un Brasil independiente en 1822.

Explorar historiográficamente el papel de estas otras mujeres en un país como el nuestro, nacido en la matriz republicana y donde las tradiciones de la realeza nos resultan ajenas y extrañas, puede resultar extravagante e incluso más digno del guión de una película o de una novela histórica. Sin embargo, se trata de un tema que, desde los nuevos enfoques de género, ha ganado mucho terreno en la historiografía europea de los últimos años. Tanto el matrimonio regio como los diferentes roles que tuvieron las mujeres de la realeza fueron constituyendo progresivamente objetos históricos de pleno derecho. Recientes estudios revelan los destacados papeles jugados por reinas, consortes, princesas, regentes y amantes de los reyes en una época en la que el orden jurídico confinaba al género femenino a los márgenes de la vida civil y en la que abundaban los repertorios de tópicos misóginos, comenzando por el que establecía “la imbecilidad del juicio del sexo débil”.

Desde estas nuevas perspectivas, es oportuno recordar que en aquellos tiempos en los que se jugaba el destino de nuestras independencias, la contrarrevolución mostraba el rostro de un legitimismo dinástico dispuesto a volver el tiempo atrás y a detener las novedades de la soberanía popular. En esa apuesta, las mujeres dinásticas fueron parte de las estrategias que pergeñaron las Cortes a las que pertenecían, sin tener en ellas más opción que la de aceptar, con mayor o menor resignación, el papel que les asignaban en los matrimonios regios. Leopoldina de Habsburgo supo definir muy bien ese rol, poco tiempo antes de morir, a los 29 años, al confesar que “pueden hacer un casamiento feliz y nosotras, pobres princesas, somos como dados que se juegan y cuya suerte o azar depende del resultado”.

Los dados a los que hacía referencia la emperatriz de Brasil habían comenzado a jugar un juego en el que sus reglas cambiaron sobre la marcha. Los diversos mundos que, siguiendo las normas y expectativas propias del Antiguo Régimen, las casas soberanas buscaron conectar a través de sus mujeres dinásticas estuvieron atravesados por la explosión revolucionaria y por el consiguiente descalabro que exhibió el tablero inicial del juego. Desde ese lugar, las princesas viajeras transatlánticas fueron testigos –y también víctimas– involuntarias de un tránsito que modificó para siempre las escalas de los mundos que supieron habitar: el que comenzó a poner fin al primer proceso de mundialización que implicó la conquista de América para dar lugar al primer gran proceso de descolonización.

*Marcela Ternavasio. Investigadora independiente del CONICET, en la Facultad de Humanidades y Artes en la Universidad de Rosario (UNR) y el Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (IECH).