Feminismo

Escribe Emilia Lilloy: La sororidad como pacto político

Emiliana Lilloy es abogada. Directora de la Diplomatura en Género e Igualdad (UCH). Directora en IGUALA Consultora.

domingo, 7 de julio de 2019 · 10:45 hs

Asistimos a una de las más grandes revoluciones culturales de la historia de la humanidad: el feminismo. La sororidad es hoy, el pacto político que lo sustenta. ¿De qué se trata?

La palabra Sororidad parece haberse popularizado en la incorporación de las mujeres a las actividades universitarias en los años 70 en EEUU (Sisterhood-Sorority) haciendo referencia a la formación de grupos con fines de caridad o diversión, en paralelo a las fraternidades que solo eran integradas por hombres.

Por su parte la Rae, a pesar de tener su uso una larga data, la incorpora a su diccionario en el año 2018 y la define como una “Agrupación que se forma por la amistad y reciprocidad entre mujeres que comparten el mismo ideal y trabajan por alcanzar un mismo objetivo”.

Sabemos que una misma palabra o frase atribuida a hombres o mujeres puede tener significados muy diferentes. Piénsese a modo de ejemplo, en los vocablos: zorro y zorra, hombre público y mujer pública.

Todo depende de nuestro imaginario.

Dicho esto, ¿en qué consiste esa agrupación y cuáles son y han sido los objetivos e ideales de las mujeres?

Parafraseando a la filósofa existencialista Simone de Beauvoir y a la periodista Betty Friedan, podríamos llegar a las siguientes aproximaciones sobre nuestros ideales:

“La mujer no nace, se hace” (El segundo Sexo). En este hacerse culturalmente, la mujer ha sido construida como un ser frágil, destinada a la maternidad que es lo que la define y realiza. Un ser sensible y abnegado, coqueta por naturaleza, al servicio de los hombres y al cuidado de la prole. El imaginario de la feminidad para estas autoras tiene las siguientes características: el amor incondicional, la abnegación al servicio de otros/as, la belleza y juventud obligatorias.

Si estas palabras suenan un poco fuertes a nuestros oídos, piénsese en la cantidad de mujeres que dejan sus trabajos o los realizan a media jornada en pos de criar a sus hijos/as (y cuántos hombres), o en los trabajos de cuidados sin remuneración disfrazados de amor incondicional (o de mandato natural) con la consiguiente dependencia económica y emocional que generan, en los inagotables tratamientos para adelgazar y de belleza anti-age en los que las mujeres invertimos permanentemente nuestros recursos mentales, de tiempo y económicos.

Los objetivos a cumplir para ser valoradas en nuestra sociedad como mujeres serían más o menos estos: ser buenas e indefectibles madres, lindas y jóvenes, disponibles y obedientes esposas, buenas amigas y hermanas, y sobre todo, buenas cuidadoras.

¿Significa esto que debemos agruparnos a estos fines? No.

Así planteados nuestros objetivos según nuestra cultura, no es de sorprendernos el imaginario muchas veces desacertado y poco útil para el logro de la igualdad que evoca la palabra sororidad en las redes sociales y los medios de comunicación.

Un imaginario que “romantiza” la relación entre mujeres, condenándonos al mito de la solidaridad natural y obligatoria (con el correlato de que a su mínimo incumplimiento somos tachadas de brujas o competitivas), basado en conceptos como la gratuidad, el altruismo, la entrega de nuestro tiempo a los cuidados de las personas que nos rodean en detrimento de nuestros objetivos (y como únicas y naturales responsables de esa tarea), mostrándonos en reuniones lúdicas, coquetas, danzando o contándonos nuestras penas; en definitiva, relaciones que en ningún momento están vinculadas a la lucha o conquista de derechos, a la independencia económica, y a la conquista del poder político, herramienta ésta última, imprescindible para lograr los cambios hacia una verdadera democracia en la que más de la mitad de la población se vea representada.

Un poco de luz

Las mujeres que militamos actualmente en el feminismo no hemos inventado la pólvora. En un trabajo publicado en 1989, Marcela Lagarde, investigadora feminista mexicana, definió a la sororidad como: “un pacto político entre mujeres”.

Nótese que no es una agrupación (como dice la Rae), limitada por el tiempo, el espacio y sus integrantes, sino un pacto. Un pacto entre mujeres, ¿Cuáles? Todas.

¿Y cuál sería el objetivo de este pacto? En palabras de Lagarde: “Contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer”.

¿Significa esto, que el pacto consiste en que tenemos que amar incondicionalmente a todas y cada una de las mujeres que nos encontramos y además identificarnos y apoyar todas sus acciones? No. Creer esto, es caer nuevamente en la trampa de la mística de la feminidad de Friedan, de “lo que es ser una buena mujer”.

En cambio, para responder a esta pregunta, he aquí algunas ideas para abrir el debate y llenar de contenido práctico a este pacto, que no es romántico, ni altruista, sino político. Algunas clausulas que podrían integrarlo:

-No permitir en nuestros espacios los comentarios y chistes sexistas que permanentemente nos ridiculizan, humillan y nos hacen aparecer como locas, complicadas, competitivas, despechadas, incapaces, putas, vividoras etc, comentarios que siempre nos quitan valor como personas y nos ponen en una situación desigual para cualquier negociación. Si alguna mujer valiente al lado nuestro lo impide, apoyarla.

-Promover a otras mujeres capaces en puestos de trabajo, negociar soporte entre nosotras, apoyar a otras mujeres en candidaturas políticas y en cargos directivos. Construir y darnos poder.

-Valorar el tiempo y el trabajo de la otra y pagar bien. Simple: darnos trabajo y remunerarlo.

-Citarnos y referirnos para cargos y trabajos como expertas (que las hay de sobra), ponernos en valor y evitar reproducir las difamaciones vinculadas a que estamos “allí” por un hombre o por lo que hicimos con él.

-Exigir en nuestros espacios familiares la participación activa de los hombres en las tareas de cuidado de nuestros seres queridos, e invitarlos a cooperar en todas las actividades del asadito del domingo.

-Ocupar espacios institucionales donde se tomen decisiones reales y activas, evitando que las mismas sean tomadas “después de hora” y en lugares a los que las mujeres no tenemos acceso (el café, el bar, el asadito, etc), por estar cuidando a nuestras familias, entre otras razones.

- Reunirnos a pactar, a generar una agenda que trabaje para eliminar los distintos tipos y modalidades de violencia que atravesamos día a día y promover espacios e ideas en los que las tareas de cuidado no sean un tema privado sino político.

-Escucharnos y creernos, rompiendo con el mito de las mujeres mentirosas o despechadas. Mito que mantiene a las mujeres en la soledad y desamparo frente a situaciones de violencia y opresión, bajo la amenaza de no ser creídas.

-Habrán otras tantas…

Finalmente, no me tiembla la mano para contradecir a la RAE. La sororidad no es “una agrupación que se forma”, la sororidad es y siempre ha sido hermandad entre mujeres. Las mujeres hemos sido solidarias y hemos pactado redes para cuidarnos y educar a nuestras/os hijas/os, para acompañarnos en nuestra supervivencia ante la violencia, para construir lazos que hacen a una humanidad más sana.

Hoy estamos volviendo a pactar, como lo hicieron en su día las sufragistas y los feminismos que nos antecedieron. Nos toca reafirmar y agregar a ese pacto unas cuantas cláusulas, unas que además de contener afecto, transmisión de conocimiento y cuidado mutuo, estén dirigidas a generar estrategias para acceder al poder y resistir en forma colectiva a las practicas machistas que sostienen un sistema que nos priva del acceso a los bienes y derechos. El objetivo final: lograr que todas las personas (mujeres, hombres e identidades no binarias) vivamos una vida libre de violencia y en igualdad real.

- Emiliana Lilloy es abogada. Directora de la Diplomatura en Género e Igualdad (UCH). Directora en IGUALA Consultora.