emiliana lilloy

La desigualdad está en el aire

Hay mujeres y hombres que hoy se preguntan: ¿Cuál es el sentido del feminismo si ya somos iguales? Sucede que las desigualdades, como el aire que respiramos, nos son tan naturales que se nos vuelven invisibles. La columna de Emiliana Lilloy

domingo, 25 de agosto de 2019 · 10:25 hs

En la cola del banco Nación hay dos personas delante: un varón y una mujer de aproximadamente 50 años. Le toca el turno al varón y cuando va a cobrar su cheque advierte que el cajero que lo atiende era compañero suyo de la secundaria. Inmediatamente entablan una conversación de risas y recuerdos. La conversación se alarga, pasan más de cinco minutos y la mujer, junto con la gente que se va acumulando, empiezan a incomodarse. Finalmente la mujer interviene y les pide educadamente que la atiendan porque está apurada. Se miran los dos con cara de sorpresa por la interrupción y el cajero le dice: dale Juan, hablamos en otro momento que la señora tiene que ir a hacerle el almuerzo a su marido.

Ha llegado el invierno. Luego de un día de mucho trabajo en la computadora, Paula decide salir a hacer deporte en la ciclo vía de Godoy Cruz. Aunque son las 20:00hs ya es de noche y la senda está vacía. Ve dos hombres solos a la distancia que también caminan. Decide volver a casa, le da miedo cruzárselos en un lugar tan desolado. La próxima vez, planificará hacer deporte por la mañana.

Salgo a comprar la cena. Cuando atravieso la senda peatonal un hombre hace seña de luces y grita algo referido a lo que me haría por la ventanilla del auto. Comprendo que en su imaginario el espacio público es suyo y quizás yo también. Si no fuera así ¿cómo se atrevería a invadir mi espacio intimidándome con las primeras palabras que se le salen de la boca? Al llegar al almacén, entrego el dinero a un hombre de más de 60 años y me “acaricia” la mano. Incómoda finjo no darme cuenta y regreso a mi casa.

En la tele pasan imágenes sobre el último encuentro nacional sobre lactancia materna organizado por el gobierno. En la mesa académica se encuentran sentados cinco varones que nunca han amamantado, pero que son expertos sobre el tema.

¿Somos iguales si permanentemente estamos recibiendo insultos por ser mujer y abusos como el que cometió el cajero asumiendo que nuestro tiempo no vale y el de ellos sí?

¿Somos iguales si no tenemos la misma libertad ambulatoria y la de organizar nuestras actividades por el miedo a ser agredidas en la calle de noche (y de día)?

¿Somos iguales si alguien cree que tiene el derecho a intimidarnos o gritarnos cosas en el espacio público?

Finalmente, ¿somos iguales si la voz autorizada incluso en temas que incumben totalmente a las mujeres, es representada sólo por varones?

Estos son sólo ejemplos cotidianos que vivimos las mujeres y que hemos naturalizado. Pero ¿de dónde viene todo esto? ¿Por qué sucede así y no a la inversa? ¿qué estructura es la que aún lo sustenta?

Sabemos que hasta hace poco la mujer no era considerada persona y por lo tanto fue privada de derechos. Esa privación se dio en todos los ámbitos de la vida: no tener derecho a la educación, a trabajar y administrar dinero, a heredar etc. Sabemos también que para someter a una persona a estas condiciones tenemos que convencernos y convencerla de que es inferior, diferente a nosotros, y que tiene unas determinadas características naturales que justifican el rol que le asignamos.

Esto sólo es posible, a través de una educación diferenciada para varones y mujeres. Esta educación que aún persiste, trajo y trae como consecuencia, que cuando las mujeres conquistamos nuestros derechos y nos incorporamos al mercado laboral, elegimos trabajos vinculados a “esa” educación, es decir trabajos relativos a los cuidados (enfermería) las ciencias blandas y la enseñanza. Todos ellos, claro está, de bajos recursos.

Así, la privación de derechos vinculado a lo económico y la educación de las mujeres, han dado lugar a dos fenómenos: la acumulación originaria e histórica de dinero y poder por parte de los varones (y su correlato de la feminización de la pobreza) y la división sexual del trabajo.

Esta división sexual del trabajo consiste en que a las mujeres nos han hecho creer que nos corresponde por naturaleza el cuidado de la casa y la crianza y a los hombres ocupar el espacio público y ganar dinero, es decir, ser proveedores. Superada relativamente esta idea, al incorporarnos a lo laboral, las mujeres lo hacemos a sectores blandos de bajos recursos, y esto, sumado a que como no podemos abandonar la tarea de cuidados so pena de ser tratadas como “mala madre”, trabajemos menos horas o iguales, pero con una productividad diferente por la carga de tareas.

Esto último limita nuestro acceso a bienes y servicios y a los beneficios consecuentes relativos a la seguridad social. Si ganamos menos o trabajamos menos en el sector productivo, aportamos menos y por tanto obtenemos menos beneficios. Una regla de tres simple.

¿Y por qué si somos iguales ante la ley no salimos de esta trampa?

Porque por más que las mujeres hemos conquistado los derechos, lo cierto es que todo el sistema en que vivimos está estructurado cultural y materialmente conforme lo regulaban las leyes anteriores. Así, para poder justificar la jefatura del hogar, las facultades correctivas de los varones sobre las mujeres y la privación de derechos a las mujeres, se construyó todo un mundo simbólico basado en estereotipos de género que aún hoy nos condicionan con prejuicios asociados a “qué es ser un hombre y una mujer”.

Aún hoy en nuestro imaginario el tiempo de un hombre vale más que el de una mujer, justamente porque el nuestro se paga hace muy poco. Aún hoy para insultar a un varón o destacar su fragilidad o torpeza se le llama con atributos femeninos. Aún hoy, en nuestro imaginario los varones están más preparados y merecen por designio natural los cargos de poder. Y finalmente, aún hoy los hombres creen que el espacio público les pertenece y que las mujeres somos unas simples visitantes del mismo, puestas ahí para deleitarles los sentidos y así ganarnos un piropo de esos que tanto les gusta darnos como muestra de su señorío.

La desigualdad está en el aire y la vivimos a cada segundo por el trato diferenciado que recibimos en todos los espacios de nuestra vida: está en la educación, en los medios de comunicación que nos estereotipan, en la división sexual del trabajo, en la brecha laboral y la imposibilidad de acceder a cargos directivos y de poder, en la permanente regulación de nuestros cuerpos, en la privación de nuestra facultad de decidir, en la falta de seguridad para vivir nuestras vidas, en los insultos constantes y chistes sexistas que escuchamos en nuestro cotidiano, en la falta de representatividad en nuestros gobiernos, en el castigo social por no responder a los mandatos de maternidad y feminidad impuestos, en la muerte de una mujer a manos de su pareja o ex pareja cada treinta horas en Argentina, en los abusos sexuales y acoso que muchas de nosotras vivimos.

Está en el aire, solo que necesitamos del feminismo para detectarla y hablar de ella. El feminismo viene a ser aquí como un haz de luz, porque sólo cuando este atraviesa el aire invisible, podemos ver las partículas de polvo.

Emiliana Lilloy-Abogada.

Directora de la Diplomatura en Género e Igualdad (UCH-Fundación Protagonistas)

Directora en IGUALA Consultora