Inflación: un país con mala gente
La opinión casi catártica que invita a la reflexión sobre las responsabilidades compartidas. "Argentina, ¿un país con buena gente?". ¿Cuántos son los malos y cuántos, los buenos?
Vivimos en un país del que estamos orgullosos de manera platónica, pero que creemos una responsabilidad ajena, una entelequia, una cosa mística. Por lo menos, no nos engañemos más: en este mismo país dentro de cuyos límites nos refugiamos como si se tratara de la "tierra prometida" hay sectores a los que les conviene que cíclicamente todo funcione mal. Convivimos, comemos, votamos, abrazamos, jugamos al fútbol, vamos a la peluquería, vemos por la tele o aplaudimos a rabiar a los que se alegran de que haya gente que suba y baje en la clasificación social, los que se enriquecen con el dolor de otros y los que sin tener que hacer ningún esfuerzo -más que hacer un par de llamadas o apretar un "enter" en una computadora- manejan la maroma de las finanzas con tanta violencia que el que sube o baja pueden salir catapultados hacia el infierno.
Comprendernos en nuestra complejidad probablemente sea un desafío que nunca podamos cumplir o que ni siquiera esté al tope de nuestras agendas, abombados entre un individualismo egoísta incapaz de cambiar el estado de cosas o un colectivismo bobo llevado de las narices por los que tienen la manija.
Somos un país de intermediarios en donde a pocos les interesa conocer la verdad: mejor -parece ser la consigna- conocer una mentira piadosa que ver a la verdad desnuda. Con gobiernos más preocupados por alinear a la prensa de acuerdo a lo que piensan sus inquilinos de turno y una dirigencia que desconoce sus orígenes en la sociedad que se consume en la imposibilidad de no consumir, somos, al final, todo lo contrario a lo que se ha venido propagandizando: un país con mala gente.
Quiénes son los buenos y los malos no está regido por ningún ordenamiento sino por una verdadera confederación de intereses particulares cuya único contrincante es la concentración económica y cuyo ejército a mano es una sociedad bastardeada, a la que parece quedarle como destino que se le vayan los hijos a vivir a otro país y llorar desde allá, en donde recalen, cuando escuchen el tango que aquí jamás escucharon.
La inflación nos consume y el fuego es apagado con la nafta del biribiri de los voceros de unos y otros, no por los bomberos que debiera aportar el cuartel general de la política. Porque ese cuartel está lleno de lobistas y no de bomberos capaces de enfrentar el fuego: selectivamente, los que deciden, parecen elegir -metidos en un traje antiflama- qué dejar que se vuelva cenizas y qué no.
Un país que entristece y cuyas alegrías, al final, siempre han resultado sospechosas.