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Opinión

"Somos peces sin olor atrapados en las redes"

Dice el escritor Dionisio Salas Astorga en esta columna: “Nunca estuvimos más solos que ahora que nos sobra la compañía. Ahora que los amigos aumentan por minuto como una pandemia de la que solo nos enteramos a ciertas horas de la tarde o la noche... Nunca estuvimos más solos, ni tuvimos más secretos que ahora que decimos cada palabra que se nos atraviesa como un perro en la ruta”.
Dionisio Salas Astorga, escritor.
Dionisio Salas Astorga, escritor.
Sin importar la ventana o el país, nos asomamos a la calle vacía del mundo para saludarnos con toques, guiños o sílabas que han quitado su máscara a las onomatopeyas de salón. Colgamos como arañas diminutas de los muros de los extraños que nos conocen mejor que el vecino, esperamos sus pulgares arriba como gladiadores asustados sobre la arena hirviente de la noche. Soñamos sus casas sin nuestras fotos o mascotas, desnudos de esas ropas que nos han convertido en un código de barra; nos sentimos felices de ser una familia que gobierna el desamparo, la suerte de la olla, el posteo infantil de un solitario que ha perdido a su perrito o la guitarra. Compartimos atentos el dolor ingrávido de la defensora de mariposas de Rangoon o la felicidad de migas de esa foto donde otra mujer que no,  firma su amor inclinada sobre las aguas del papel.

Nunca estuvimos más solos que ahora que nos sobra la compañía. Ahora que los amigos aumentan por minuto como una pandemia de la que solo nos enteramos a ciertas horas de la tarde o la noche, cuando nuestros ojos titilan con temor y nuestros dedos buscan sin descanso en la piel líquida de la pantalla. Nunca estuvimos más solos, ni tuvimos más secretos que ahora que decimos cada palabra que se nos atraviesa como un perro en la ruta.

Nunca necesitamos más el amor que ahora que nos aman todos, que nos desean en otra lengua, que nos dedican canciones mal traducidas, demasiado tarde. Nunca fuimos más felices que ahora que peregrinamos hacia la vida con hombres y mujeres que dicen entendernos sin poder tocarnos siquiera un segundo, sin poder esconder en la memoria siquiera un segundo sus rostros, su sabor a cadera tibia.

Somos peces sin olor que se rozan en la media luna de una red, que inexorablemente alguien o algo devolverá al mar antes de que amanezca y apague.