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Trump I vs Trump II: dos películas muy diferentes

El comienzo del primer gobierno del líder republicano estuvo marcado por el desorden y la improvisación. Ahora sabe qué quiere y cuenta con un poder sin precedentes para llevarlo a cabo.
Donald Trump será presidente por segunda vez a partir del 20 de enero Foto: EFE
Donald Trump será presidente por segunda vez a partir del 20 de enero Foto: EFE

Quienes esperan que Trump II sea sólo una secuela de Trump I van a llevarse una sorpresa. Poco importa que el protagonista sea el mismo. La persona que asumirá la presidencia el 20 de enero es, en muchos sentidos, distinta de la que llegó al poder por primera vez en 2017.

En su primer mandato, Donald Trump asumió con escasa preparación, con una agenda de objetivos vagos y un gabinete compuesto en gran parte por empresarios ajenos al sistema político. La falta de cohesión y experiencia de un equipo que además sufrió cambios constantes por las peleas con el presidente dificultó mucho el comienzo de la gestión. Tampoco ayudó la relación con el Congreso, donde pese a tener mayoría en ambas cámaras, había un sector importante del Partido Republicano que no quería alinearse con Trump.

Trump llega ahora fortalecido, con una visión mucho más clara de lo que quiere hacer, con un equipo compuesto por políticos con experiencia y alineamiento ideológico absoluto hacia él. Además tendrá una mayoría mucho más sólida en el Congreso, con un Partido Republicano que se convirtió en el partido de Donald Trump. El presidente electo sabe que tiene sólo dos años para hacer todas las reformas que pretende, así que está preparando el auto para acelerar a fondo en la largada.

Trump I: sorpresa, caos y algunos logros

Si algo caracterizó la llegada de Trump a la Casa Blanca el 20 de enero de 2017, fue el desorden. Como él mismo reconoció en varias entrevistas, no esperaba ganar esas elecciones y desconocía por completo el funcionamiento de esa maquinaria tan sui generis que es Washington DC. Una ciudad que nunca le agradó y que había visitado sólo 17 veces en sus primeros 70 años de vida. En su discurso inaugural, la identificó como un “pantano que había que drenar”.

Por eso, cuando entró a la Casa Blanca estaba asombrado más que cualquier otra cosa. Y con prioridades llamativas. Lo primero que hizo fue cambiar el color de las cortinas del Salón Oval, reemplazando el tradicional azul por el dorado que tanto le gusta.

Trump era una figura en plena transformación. Empezaba a dejar de ser la estrella televisiva famosa por construir torres y despedir gente en un reality show, para convertirse poco a poco en un líder político.

Por eso aún no tenía del todo claro lo que quería hacer. La hoja de ruta que había guiado su campaña era un mapa con muchos puntos en blanco. Había ejes como recuperar el potencial industrial de Estados Unidos y reducir el déficit comercial con varios socios; retirar al ejército de su rol como “policía del mundo”; reforzar la frontera con una política migratoria mucho más estricta; y reducir impuestos y regulaciones para favorecer al sector empresarial. Sin embargo, estos objetivos estaban pobremente estructurados, y ni Trump ni sus principales asesores habían reflexionado seriamente sobre cómo alcanzarlos.

Esa confusión quedó plasmada en su primer equipo. Trump aún se veía más como empresario que como político y se rodeó de colaboradores que compartía su falta de roce. En su primer gabinete había empresarios, personajes mediáticos y generales que, además de no tener una postura política clara, carecían de experiencia en la administración pública.

Eso explica la altísima rotación que tuvo su equipo. Por ejemplo, tuvo cinco consejeros de seguridad nacional (John F. Kelly, Kirstjen Nielsen, Kevin McAleenan, Chad Wolf y Pete Gaynor), cuatro jefes de gabinete (Reince Priebus, John F. Kelly, Mick Mulvaney y Mark Meadows) y cuatro fiscales generales (Jeff Sessions, Matthew Whitaker, William Barr y Jeffrey Rosen). Son cargos estratégicos, que los presidentes suelen cambiar como máximo una sola vez durante un mandato.

La inexperiencia también entorpeció la relación con el Congreso, a pesar de que tuvo mayoría en la Cámara de Representantes y en el Senado entre 2017 y 2019. Esto se debió, en parte, a problemas en la definición de sus objetivos parlamentarios, lo que lo llevó a perder tiempo y esfuerzos. El mejor ejemplo fueron los intentos fallidos de derogar el Obamacare, la reforma de salud emblema de Barack Obama. Una batalla innecesaria, que no podía ganar por no tener un proyecto alternativo.

Otro obstáculo fueron los focos de resistencia dentro del propio Partido Republicano. Un partido que seguía siendo el de los Bush y el de los Cheney, que poco tienen que ver con la impronta populista de Trump. La falta de apoyo a su agenda por parte de decenas de congresistas y de senadores fue un dolor de cabeza constante.

Lo notable del gobierno de Trump es que, a pesar del caos y la improvisación, resultó bastante exitoso en términos de sus objetivos y de lo que esperaban sus votantes. Aprobó una de las reformas fiscales más ambiciosas de las últimas décadas, con una fuerte reducción de impuestos. Aunque fue criticada por la izquierda como un beneficio para los ricos, fue bien recibida por empresarios y comerciantes, y tuvo efectos positivos para el crecimiento económico y la creación de empleo. De hecho, el salario real creció durante los cuatro años de mandato de Trump y en febrero de 2020, antes de que estallara lo más álgido de la pandemia, la desocupación había caído a 3,5%, la menor en décadas.

También tuvo logros más allá de la economía. Aunque no completó el muro en la frontera sur, los mayores controles fronterizos que lograron reducir el número de inmigrantes que ingresaban irregularmente. Como sabemos, la situación se desmadró durante el gobierno de Biden. Y en política exterior, cumplió su promesa de no iniciar nuevas guerras, un aspecto central en su campaña. Aunque no logró la retirada completa de Afganistán, avanzó en el proceso.

Esos resultados lo encaminaban a la reelección. Hasta que el COVID-19 hundió a la economía y encontró una respuesta errática y por momentos demencial del gobierno federal. Eso llevó a Trump a la derrota de 2020. Pero cuatro años después, se impuso el recuerdo de sus primeros tres años de mandato, que parecían bastante mejores en comparación con los cuatro de Biden.

Trump II: una película de halcones sedientos

La historia que se abre tras las elecciones de la semana pasada es completamente distinta. El 20 de enero no asumirá un empresario mediático, sino quien es, sin duda, el líder político más influyente de Estados Unidos desde Ronald Reagan. Trump cambió la política estadounidense de raíz: en 2028 se van a cumplir 12 años en los que todo gira en torno suyo, en los que logró modificar las líneas divisorias entre los partidos. Los republicanos, que eran los representantes de las elites empresariales, son hoy fuerza de corte populista, que representa a la clase media baja y a los trabajadores del interior profundo del país. Los demócratas perdieron a los obreros y se convirtieron en el partido de las elites universitarias de las grandes ciudades.

Este Trump sabe perfectamente lo que quiere hacer y cómo hacerlo. Por eso eligió un equipo en el que, salvo algunas excepciones, son todos halcones políticos alineados con su ideología y con experiencia en Washington DC. La jefa de gabinete será Susie Wiles, que viene trabajando con políticos republicanos desde Reagan, de quien fue asistente durante su primer gobierno. Conoce a Trump como pocos y fue la máxima autoridad de esta campaña.

El tándem que eligió Trump para manejar la política exterior es una muestra de este perfil. El secretario de Estado será Marco Rubio, senador por Florida. Además de ser el primer hispano en asumir el cargo, es de los que más sabe sobre la realidad política latinoamericana y va a ser un dolor de cabeza para Maduro y para Díaz Canel. El consejero de seguridad nacional será Mike Waltz, un ex boina verde con experiencia de combate en Afganistán, que como miembro de la Cámara de Representantes se dedicó a cuestionar la gestión Biden en materia de Defensa. Su designación es una mala noticia para los ayatolas iraníes.

Pocas veces se había visto a un presidente electo definiendo su gabinete casi completo en la semana siguiente a su triunfo. Es la constatación de que Trump sabe que no tiene tiempo para perder. Son apenas dos años, porque la historia muestra que después de las elecciones de medio término los presidentes suelen perder el control del Congreso. Y desde entonces será un pato rengo, ya que no podrá optar por la reelección. La Constitución de Estados Unidos es clara: sólo se puede gobernar dos mandatos. Consecutivos o no.

Y Trump necesita aprovechar la enorme legitimidad popular con la que sale de estos comicios. Convalidado a pesar de todo con un triunfo mucho más amplio que el de 2016, donde había ganado en el Colegio Electoral a pesar de haber obtenido menos votos que Hillary Clinton a nivel nacional. Ahora no sólo amplió su ventaja en el Colegio Electoral, sino que le sacó a Kamala Harris 3 millones de votos en todo el país.

Eso lo saben sus correligionarios republicanos. Este partido ya no es el de 2016. Dejó de lado a líderes tradicionales como los Cheney y los Bush, y se volvió trumpista. Esto le garantiza al presidente un respaldo parlamentario sin las fricciones del pasado.

Además del apoyo legislativo, Trump cuenta con la Corte Suprema más conservadora en un siglo, con seis jueces favorables a sus posturas políticas —3 de ellos nombrados por él en su primer mandato— frente a solo tres liberales. Es una base judicial sólida para respaldar muchas de sus políticas, incluso las más controvertidas.

Este Trump reforzado quiere hacer la mayor transformación política, económica y cultural en mucho tiempo. Y puede que lo logre. Los ejes están muy claros:

  1. Resolver la crisis migratoria mediante un cambio radical que permita deportaciones masivas y disuada el ingreso irregular.
  2. Implementar la mayor desregulación burocrática de la historia del país, en una misión que estará a cargo de Elon Musk desde el Departamento de Eficiencia Gubernamental.
  3. Modificar el equilibrio comercial a nivel global, buscando contrarrestar las ventajas ganadas por China y el este de Asia en las últimas décadas. Esto va a desatar sin dudas una nueva guerra comercial de alcances imprevisibles.
  4. Redefinir el rol de Estados Unidos en el escenario global, tratando de resolver rápidamente los múltiples conflictos abiertos hoy, poniendo fin a la función del ejército estadounidense como gendarme del mundo.

Los primeros dos objetivos son más fáciles de cumplir que los otros dos. Pero Donald Trump va a estar en mejores condiciones que la gran mayoría de sus antecesores para avanzar en esa dirección. En eso coinciden tanto sus seguidores como sus detractores. Unos atraviesan este tiempo con una mezcla de ilusión y sed de revancha. Los otros, con mucha preocupación.