"La mala puntería", por Peter Cubillos
La intención se esconde en los detalles.
Teníamos un bosque en la casa de mi viejo, y digo teníamos porque parecía nuestro, jamás nos cruzamos con otra persona. Era un bosque enorme de pinos. Parecía una catedral, o el panteón, o alguna cosa imponente con pinos que se perdían en la altura infinita, con troncos en los que bien podríamos haber vivido, pero para mi viejo no era más que eL bosque, nunca hubo otro. Mi viejo nunca salió de su lugar, de su guarida, de su casa. Era un tipo así, duro, áspero, de piel curtida y cabeza cerrada; un tipo, como los de antes.
Cada vez que lo íbamos a visitar salíamos a cazar. Apenas llegábamos, él ya nos esperaba sentado en la galería, nos daba un par de botas a cada uno, una escopeta de doble cañón cargada, y partíamos al bosque. No importaba si llovía, si hacía frío, o trescientos grados de calor, nosotros tres íbamos a cazar.
Mi hermano siempre se quejaba al principio para que fuéramos en la camioneta porque no quería caminar tanto si nunca cazábamos nada. Mi viejo y yo no contestábamos, y al rato mi hermano se cansaba de que no le diéramos pelota y entonces caminábamos los tres en silencio, señalando huellas, admirando lugares y naturaleza, volviéndonos parte de ese lugar. A veces alguien decía algo sin que le preguntaran, como si fuese un lugar sagrado, como si el bosque aliviara las penas. Los otros dos solamente escuchaban, sabiendo que quien hablaba solamente necesitaba hablar, compartir con otros dos de su raza, saber que no estaba loco. Pocas veces mi viejo nos daba algún consejo, uno de esos de perro viejo que ha vivido mucho, y nosotros asentíamos sin decir palabra. Cuando por fin llegábamos a un buen lugar, nos acomodábamos en algún árbol fuerte y sereno, y nos pasábamos horas, susurrando alguna cosa, fumando cigarrillos, esperando que algún bicho se dignara a pasar, y cuando alguno aparecía nos apostábamos y tirábamos, uno a la vez, con esa pésima puntería que caracterizaba a la familia. Se tiraba de uno en vez porque mi viejo decía que no era justo ser tres contra uno. Nunca le dimos a nada. Una vez creímos darle a un pato, pero nunca lo encontramos, así que la cuenta terminó en cero, y hablo de años, casi toda nuestra juventud.
Mi viejo se burlaba de nuestra mala puntería, decía que en el fondo no teníamos estómago para eso y que el subconsciente nos engañaba, que cada vez que iba él solo cazaba cuanto animal se le cruzara. Mi hermano protestaba porque decía que nosotros lo desconcentrábamos con las charlas y los puchos, y yo me reía de los dos, porque no me importaba no cazar nada, de echo lo prefería, creo que mi viejo siempre tuvo razón y yo nunca tuve estómago para eso. Cuando volvíamos a la cabaña a las puras quejas y con las manos vacías, mi viejo nos decía que no nos hiciéramos mala sangre y traía algo para devorar en la cena. Después pegábamos la vuelta a lo de mi madre, a la ciudad, a la vida cotidiana, sintiéndonos un poco más naturales, un poco menos citadinos, cansados, embarrados, y con la sensación de mi viejo en el cuerpo.
Cuando mi viejo murió fuimos a sacar los bártulos de su casa. Estaba todo perfecto, pulcro, ordenado, como era mi viejo. En medio de la limpieza abrí uno de los placares. Encontré las tres escopetas que usábamos para ir a cazar, una al lado de la otra, aguardando, como los perros que esperan que los saquen a pasear. Lo miré a mi hermano y le dije. -Negro, ¿qué hacemos con éstas? –Mi hermano me miró y no supo qué decir. –No sé, loco, por ahora fíjate que no estén cargadas, después vemos.
Yo le hice caso, abrí una y la chequeé. Como era de esperarse tenía dos balas. Mi viejo, siempre previsor, las tenía cargadas para cuando llegáramos nosotros, y salir de caza en el acto. Las quité del casco y las revisé. Eran de salva.
De pronto sonreí.
- ¿De qué te reís, flaco? –Me dijo mi hermano.
- De nuestra mala puntería.