Un camino de dolor y amor

"Fue muy liberador poder decir que tuve dos abortos"

La de Carolina es la historia de muchas mujeres cuyas vidas están atravesadas por el aborto. Su vida cambió cuando, después de casi dos décadas, logró ponerle palabras a lo que había hecho y nombre a los dos bebés que había gestado.

Florencia Rodríguez Petersen
Florencia Rodríguez Petersen sábado, 29 de octubre de 2022 · 09:00 hs
"Fue muy liberador poder decir que tuve dos abortos"

Carolina nació y creció en Entre Ríos. Fue a un colegio religioso y cuando terminó 5° año se mudó a Buenos Aires para estudiar odontología. Ejerce esa profesión y conjuga el trabajo con la maternidad. Formó una familia y tiene dos hijos varones que ya son jóvenes. Muchos la presentarían como “una mujer exitosa”. Ella prefiere evitar esta etiqueta que, de forma consciente o no, la marcó durante mucho tiempo. 

“Mis padres pensaban que yo era la hija perfecta. Ellos nunca me exigieron nada y amor nunca me faltó, pero yo creía que tenía que ir por ese camino para que mis padres me quisieran”, dice y confiesa que ellos nunca se enteraron de sus abortos, algo que le pesó durante muchos años. No es extraño. Desde que, a borbotones y en un mar de lágrimas, logró contar su historia, se enteró de que muchísimas mujeres que abortaron "pasan años guardando ese secreto, mal remendando y como pueden”. 

Sabe, porque atravesó por la experiencia dos veces, que esa es “una herida que sangra, drena pus y muchas veces tiene mal olor”. También sabe que cada ser humano lo vive de forma diferente. “Hay que mirar a la mujer que quedó llagada”, dice llamando la atención sobre ese dolor al que ella tardó años -casi dos décadas- en ponerle palabras. 

“La mujer pasa por varias etapas. Se enoja, se deprime, se resiste a querer sentirlo o se disocia para no sentirlo -es como si no lo hubiera vivido sino que hubiera sido espectadora de algo que le pasó a otra persona-, se enferma o pena incluso desde el primer día en que se hizo un aborto. El aborto es algo que tarde o temprano te atraviesa como un relámpago. Creo que me identifico un poco con todas esas mujeres porque viví un poco de todo eso”, dice Carolina. “Al otro día querés olvidarlo, pero no se puede”, acota. 

Su primer aborto fue a los 19 años. Estudiaba en Buenos Aires y cuando la ginecóloga le dijo que estaba embarazada fue un shock. Un año antes una situación familiar -de la que nunca se habló en su casa, pero que reconstruyó uniendo escenas de llantos y gritos- le había dejado el mandato tácito de ser buena hija y no defraudar a sus padres, cuyo sufrimiento había percibido entonces. No podía llegar con esta noticia a su casa: “Quedarse embarazada sin estar casada era lo peor que te podía pasar”.  

“No dije nada y lo hice solita con mi novio. Pasaron 3, 4, 5 días… Una semana, meses, y me sentía cada vez peor. Me costaba levantarme. Dormía todo el día, cerraba las persianas, intentaba ir a la facultad. Sentía que no era merecedora de nada bueno como, por ejemplo, recibirme. Me sentía muy miserable”, relata y mirando para atrás nota que no le contó a nadie lo que había hecho. Ni siquiera a su hermana o a su mejor amiga. “No le podía poner palabras”. Insiste en la emoción como si aun hoy la atravesara. “Pené desde el primer día. Traté de olvidarlo pero era como una pesadilla. Tenía la sensación de haberme amputado”. 

El dolor que sentía la impulsó a hablar. Acudió en ayuda de su tío, psiquiatra, que escuchó su historia. “Le dije cómo me sentía, lo desgarrada que estaba y que me sentía no-merecedora de una vida normal. Él me abrazó, me aconsejó, me cuidó”. Le recomendó viera a un psiquiatra y, también, que hablara con un sacerdote al que recuerda por su extrema misericordia.

“Iba a confesarme y decía siempre lo mismo. Los sacerdotes me pedían que no lo dijera más porque ya estaba perdonada. No me alcanzaba que Dios me perdonara o la absolución de un sacerdote. Fui tratando de dejar a un costado esa culpa y ese dolor. No me sentía digna de ser hija de Dios y traté de reemplazar con otras cosas la culpa y el dolor. Inventé otros dioses: el de la profesión, el de mi miedo, el de la noche… Tenía actitudes autodestructivas que en el momento sentía normales pero que luego, mirando hacia atrás, noté que me ponían en riesgo. Me fui aturdiendo de ese dolor, de ese silencioso ruido interior”, describe. 

Pasó un tiempo desde aquel primer aborto. Carolina quedó embarazada nuevamente. “Me paralicé. Sentía que no podía con eso. Lo pensé más que la vez anterior. Fui a abortar, llegué al lugar y me fui. Traté de darlo vuelta un poco más. Pero al final, repetí la historia. Muchas veces me pregunté por qué había hecho lo mismo”, cuenta. Y lanza enseguida su teoría al respecto: uno trata de hacer lo que ya conoce, “esa era la fórmula y no pude hacer otra cosa”. 

Al compartir su testimonio, Carolina recuerda esta cita que sintetiza en parte su recorrido de perdón y misericordia

Las secuelas también se repitieron. “Me pasó lo mismo que la primera vez. No podía vivir. Me sentía la más mala e indigna del mundo hasta que conocí a mi marido que para mi fue y es la persona más buena del mundo. Yo necesitaba el corazón más noble y amoroso del mundo porque me sentía la peor. Me casé con él. Tuvimos dos hijos: Juan y Marcos”. 

Cambia su tono de voz. Sigue hablando de dolor, pero hay algo en ese encuentro que marca el inicio de la sanación. “Yo sangraba por la herida. La tapaba y no sabía hasta donde llegaba esa herida. Me invitaron a un retiro en un momento en que estaba muy triste por la muerte de mi mamá  que había ocurrido hace poco y me dí cuenta de que estaba haciendo tres duelos: el de mi mamá y el de los dos abortos que había tenido”. 

En ese retiro se comparten experiencias. “Ahí es donde conté la historia. Escuché a otras mujeres compartir su testimonio de vida. En ese retiro entendí que Jesús estaba al lado mío y no me iba a abandonar. Tuve la certeza de que siempre iba a estar acompañada y todo iba a estar bien”, comenta Carolina que pudo ponerle nombre a lo que había hecho y empezar a hablar de sus abortos

“Dí mi testimonio. Fue una lágrima, una palabra. Una palabra, una lágrima. Fue muy liberador para mí poder decirlo. Le saqué peso a algo que para mí era el peor horror del mundo. Para mí fue un paso, como en la Pascua. O tal vez como un parto también”, dice con la voz quebrada. Y agrega que ella pudo ponerlo en palabras porque alguien más contó su historia antes. Habla de la importancia de atravesar el proceso al que define como de "perdón y sanación" y aclara: "No es el tiempo el que sana sino lo que hacés con ese tiempo".  

Desde entonces habló de sus abortos incontables veces. “Siempre que me llamaban, volvía a contarlo, revivir el dolor y entregarlo a Dios Padre. Muchísimas mujeres se acercaban y me agradecían por haber compartido mi historia. Me confesaban que también habían abortado. Son muchísimas las que no logran ponerlo en palabras”. 

“Después de contarlo -varias veces, porque no es todo tan mágico- me ví al espejo y lo que este me devolvía no eran mis ojos sino los de Jesús Misericordioso. Cuando dí el primer testimonio, que fue desgarrador, se lo conté a mis mejores amigas. Esos fueron los primeros cinco pares de ojos misericordiosos para conmigo, después los de Jesús Misericordioso y más tarde los de mi marido. Lo último, fue abrazarme a mí misma”, dice. 

Aunque contó su historia un sinfín de veces, Carolina sabe que no es fácil decir: “Yo aborté”. Recuerda cómo fue el día en el que se lo contó a sus hijos -entonces adolescentes- para contarles lo que había hecho. “Los senté en casa, invoqué al Espíritu Santo, les dije: ‘Tengo que decirles algo que fue muy doloroso para mí. Llevé esta herida durante años. Pené y sufrí. Tuve dos abortos. A esos dos angelitos, que se llaman María y Magdalena, los tengo muy presentes’. Y les conté que esos dos angelitos que tengo en la puerta son en representación de ellas”. 

Esta imagen de la Sagrada Familia, con dos angelitos, tiene un sentido muy especial para Carolina. 

Reconoce que hoy los chicos tienen todo más naturalizado. “Ellos saben que su mamá sufrió y que un aborto no es tan sencillo”, afirma Carolina. Aunque físicamente su cuerpo reaccionó bien en ambas ocasiones, asegura que “el aborto deja mucha secuela. Físicamente me sentía igual, pero algo de mí sentía la muerte.  Fui mala madre dos veces. Ni siquiera llegué a ser madre”, sentencia. 

Tal vez por haber atravesado dos veces el abismo posterior al aborto siente muy propio el dolor de las mujeres que atraviesan esa situación. “Escucho a una chica o a una mujer llorar y me doy cuenta por el llanto si es que tuvo un aborto. Es un llanto distinto, con un sonido diferente. Una vez alguien me preguntó cómo era ese llanto y mi respuesta -sin pensarlo- fue que ese llanto es como el grito de un niño asfixiándose”. 

Carolina cierra su testimonio con una reflexión. “Si ahora puedo hablar, contarlo, dar mi testimonio, es porque he sanado mis heridas. Siento que puedo hablarlo. Les hablo a mis angelitos, ellas me murmuran en el oído, me dan fuerza, me enseñan a ser mejor persona, a ser amorosa y amable, a respetar y valorar la vida”. 

“Estaba en el fondo del abismo y Jesús me rescató. Así quiero ser instrumento para ayudar a más personas, mujeres, madres que han pasado por esto. Le encuentro un sentido a mi dolor al compartir mi testimonio de esperanza y revelar a personas que atraviesan un abismo que se puede salir del pozo, pero nunca sola sino tomándose de las sogas que manda Dios y abriendo el corazón para recibir la misericordia y el perdón de Dios”, dice y sigue: “No hay psicólogo ni psiquiatra que pueda sacarnos de ese lugar. Eso ayuda, pero la verdadera sanación viene de Dios, es la que ocurre cuando uno se permite ser perdonado y recibir el amor incondicional y sin fronteras, que no reprocha, que no juzga. Ese es el amor verdadero, el amor del Padre”. 

“Ahora me abrazo, me amo con todo lo que soy: mi historia, mis luces y mis oscuridades. Hoy siento que Dios -el Amor- me amó desde antes. Me amó, me ama y me amará… Sabiendo lo que iba a hacer, me dio la vida. Le encuentro mucho sentido a todo lo que me pasó porque busco ser siempre mejor. Hoy me abrazo, me quiero. Eso no lo aprendí tan fácil. Me lo enseñó la palabra, la Biblia, los abrazos, las miradas misericordiosas”. 

“Yo recibo mucho amor de personas con las que comparto la vida y la fe. Somos sobrevivientes, no somos santos: todos hemos tropezado y nos levantamos. No solos sino con la ayuda del Señor. Vivimos en la alegría del amor… Levanté la cabeza porque Dios me perdonó”, concluye. 

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