Ya salió la primera novela thriller sobre el coronavirus

Ya salió la primera novela thriller sobre el coronavirus

En apenas 15 días y de un tirón, el escritor español Roberto Domínguez Moro dio lugar a “El confinado”, el primer “thriller” sobre el aislamiento y el coronavirus que narra la peripecia de un informático treintañero angustiado y al borde de la paranoia en el contexto de la pandemia.

Redacción MDZ

Redacción MDZ

En apenas 15 días y de un tirón, el escritor español Roberto Domínguez Moro dio lugar a 'El confinado', el primer thriller sobre el aislamiento y el coronavirus que narra la peripecia de un informático treintañero angustiado y al borde de la paranoia en el contexto de la pandemia que ha paralizado al mundo.

La novela cuenta la historia de Juan, un joven que vive con angustia los momentos previos al aislamiento social y la primera semana de encierro por el coronavirus en el centro de Madrid. El protagonista vive el aislamiento en soledad, con una crisis de pareja en curso, su familia lejos y nadie en su departamento aparte de una vecina, su perro y unos turistas con síntomas de estar contagiados. Con el devenir de la trama, la declaración del estado de alarma, la sobreexposición a las noticias y la tos que escucha a través de la pared, lo llevarán a una paranoia de consecuencias impredecibles.

Según adelantó la editorial Maeva -que acaba de publicar la obra en formato digital- uno de las derivaciones de la historia es el desconocimiento y la desconfianza que existe en las ciudades respecto de la gente que puede vivir en el mismo edificio: "en la puerta de al lado puede estar ocurriendo cualquier cosa sin que te des cuenta, porque ya no conoces a tus vecinos", señala el autor en un comunicado difundido por el sello.

"Necesitaba que se pusiera nervioso con la situación, que pensara que hay información oculta y que no se está haciendo lo suficiente para evitar el contagio. No significa necesariamente que yo lo piense, creo que es pronto para pedir responsabilidades por una mala gestión, ya tendremos tiempo de analizarlo a fondo cuando la emergencia haya pasado", sostiene Domínguez Moro, que trabaja en una agencia literaria.

Fragmento

1

Miércoles, 11 de marzo

El tiempo es fantástico desde hace una semana. Ha salido el sol con ganas por primera vez en tres o cuatro meses, no hay una sola nube que ensucie el cielo, e incluso la contaminación parece haber dado una tregua y no queda ni rastro de la boina que nos suele cubrir la cabeza cada año hasta bien entrada la primavera. Hasta ayer mismo, buena parte de Madrid se dejaba el sueldo en las terrazas. Manga corta, gafas de sol, bullicio en cualquier rincón del centro y grupos de turistas con la cara roja disfrutando de lo que les habían prometido que era España.

Hoy las cosas han cambiado. Han cerrado los colegios, las universidades, los teatros y los polideportivos. Si hacemos caso a las noticias, media región se prepara para el pánico. Los telediarios escupen escenas de desabastecimiento en los supermercados, vuela de los estantes el papel higiénico como si la epidemia fuera de diarrea y quien más quien menos hace las maletas para irse a un lugar menos concurrido, a la costa o al pueblo.

Después de China y de Corea del Sur, han cerrado Milán y media Italia. Ya llevan unos días circulando esos vídeos de la plaza del Duomo completamente vacía y de la policía patrullando las calles en silencio y avisando por megafonía a la 8 población que permanezcan en sus casas. Como en una película. En una película de catástrofe, claro, tipo Soy Leyenda. A pesar de ello, a pesar de haber visto el ejemplo chino y el italiano, no pensábamos que algo parecido fuera a pasarnos a nosotros, hasta que han empezado a subir las cifras de contagio de una manera desmesurada a la vuelta del último fin de semana. Lo que eran decenas se han convertido en centenares, y los centenares en miles. Igual que la cifra de muertos, que ha dejado de gotear para convertirse en un puñetero grifo abierto que amenaza con inundar el lavabo.

Y por lavabo quiero decir el sistema sanitario entero.

Por ahora, al menos en el barrio, no reinan el caos y el pillaje. Se nota, si acaso, algo de miedo y desconcierto. Queda bastante gente por la calle, aunque los que todavía pasean tratan de no circular muy pegados los unos a los otros, se cambian de acera, dan un respingo si a alguien se le ocurre hacer algo parecido a toser o a sonarse los mocos. En el súper, algunas escenas inéditas. Todo el mundo lleva los guantes de plástico para coger la fruta, no lo había visto nunca. Y ya que están, se los dejan puestos hasta que llegan a la caja, incluso después, como si ese trozo de plástico que ha manoseado las manzanas que han tocado otras diez personas los fuera a proteger.

Un niñato con mechas rubias y la cara llena de granos parece que tiene ganas de bromear con el asunto. Deambula por la zona de la fruta toqueteando, mira a su alrededor para ver si alguien le dedica su cuota de atención y le pone mala cara. Me da la impresión de que, como se haga el gracioso y finja un estornudo junto a los calabacines, el guardia de seguridad lo va a echar de una patada en el culo y va a avisar a la policía. El pobre ya tiene bastante con estar atento a que en este barullo no le desaparezcan las cervezas ni los desodorantes. 9 Porque el local está lleno. Los chinos llevan dos días cerrados y nadie sabe dónde se habrán metido, como tampoco se sabe dónde viven habitualmente. Creo que la mayoría pensábamos que dormían en sus bazares y en sus tiendas de alimentación, y ahora que han desaparecido nos damos cuenta de que tienen vida y conciencia más allá de sus comercios. Y de que quizá hayan sido los más listos.

Compro lo básico: leche, huevos, carne, pasta, cosas congeladas. No creo que haga ningún alarde culinario estos días, y todavía está por ver cuándo va a regresar Ana. También productos de limpieza como para dejar impoluto el Santiago Bernabéu si hiciera falta. Paso por la caja automática con mucho cuidado, sin establecer otro contacto que no sea la máquina y la tarjeta contactless.

Subo por la calle Atocha soportando las miradas interesadas de los pocos taxistas que bajan despacio hasta la estación, sin más trabajo que acarrear turistas a sus vuelos de vuelta. Quien puede ir andando a los sitios lo hace, no sea que el anterior que ha cogido el taxi o el metro les vaya a pegar algo. Justo cuando estoy atravesando el portal, me llama mi hermana:

—¿Qué haces?

—Estaba volviendo de la compra.

—¿A estas horas?

—Son las cuatro y media de la tarde.

—Nos han dado la tarde libre, qué quieres que haga.

—Mentira. Tú con lo cagado que eres seguro que has vuelto antes del trabajo por si se acababa el papel higiénico.

—Tiene razón a medias. En cuanto hemos abierto el parte de teletrabajo, me he esfumado como si me quemara la silla de la oficina. Solo se equivoca en lo del papel: como ya había comprado durante el fin de semana, tengo de sobra en casa.

Noto una mano en la espalda que me aparta para pasar. 10 Una pareja mayor con pinta de suecos, noruegos o algo similar, me esquivan a mí y a las dos bolsas de tela que he dejado en el suelo para llegar hasta el ascensor mientras contestaba la llamada:

—El papel higiénico no, pero algunas cosas habían volado.

—¿Como qué?

—No quedaban yogures. Bueno, al menos de los baratos. He tenido que comprarlos de marca. —Llega el ascensor y la señora me hace un gesto con la puerta abierta para que pase. Le digo que no con la cabeza. Antes de cerrar la puerta, veo como el hombre tose sin ningún disimulo. Genial. Lo que faltaba. Qué mal rollo—. Oye, tengo la compra en el suelo del portal. ¿Te importa si te llamo en diez minutos, que me dé tiempo a subir a casa?

—Claro, no recordaba que no podías hacer dos cosas a la vez. En fin, esperaré. No creo que el mundo se acabe mientras tanto. ¿O sí?

—Yo también te quiero.

 

Subo andando. Es una cosa que me he propuesto cien veces, pero nunca hago. Sin embargo, algo se ha removido en mi interior al pensar por un momento que el ascensor podía haber quedado contaminado por la tos de ese tío. Al llegar a mi piso, jadeando como si hubiera corrido una maratón, me doy de bruces con mi vecina. Literalmente. Chocamos cuerpo con cuerpo, más contacto imposible. Primero el anciano de la tos y ahora esto. Justo lo que necesitan mis nervios ahora que el virus comienza a estar presente en todas partes. Recupero el resuello. Nos quedamos parados un instante, ella abre la puerta del ascensor y su chucho me olisquea mientras me contorsiono para poner entre los tres algo de distancia.

—¡Hola!

—Hola, qué tal —digo, intentando que no se me note la cara de disgusto. Parece que se dispone a sacar al perro, uno con pinta de callejero al que normalmente Ana y yo oímos huir en estampida cada vez que abre la puerta, que está junto a la nuestra.

—¿De la compra?

—Sí, cuatro cosas que me hacían falta. Estos días no creo que salga demasiado.

—Yo tengo que darle una vuelta a este. Si no, se vuelve loco.

—Ya, me lo imagino. Me volvería loco yo y se supone que soy un ser más evolucionado… —Se ríe de mi comentario estúpido—. Bueno, voy a ponerme en cuarentena.

—¿¿¿Estás infectado???

—No, no. Quería decir confinamiento voluntario o como quieras llamarlo. Para no extender el virus, ya sabes.

—Aaah. Vale, no te preocupes. Yo por ahora no me lo tomo demasiado en serio. Pero vamos, si lo vas a cumplir a rajatabla y te hace falta alguna cosa, me dices. Me llamo Julia, por cierto. —Me tiende la mano, pero la retira al momento en vista de que no tengo ninguna intención de darle la mía.

—Eeeh. Juan, yo soy Juan. Encantado.

Vuelve a sonar el teléfono. «Pilar hermana». Algún día tengo que guardarlo solo como «Pilar», no conozco a otra con la que confundirla. Miro la pantalla, hago ademán de guardarlo en el bolsillo, pero Julia (un año y medio viviendo puerta con puerta y nos presentamos ahora) entra en el ascensor y se despide con un gesto de la cabeza.

—¿Has llegado ya?

—Estoy entrando. He subido por las escaleras. Me han 12 quitado el ascensor unos turistas.

—¿Y adónde iban?

—Pues ahora que lo dices, a mi planta, porque es donde estaba el ascensor cuando he llegado. Estarán en el Airbnb de al lado.

—Vaya días para hacer turismo en Madrid. Pobres…

—Te llamo ahora, que voy a sacar la compra.

Nuestro piso y el de Julia, en la tercera planta, exteriores los dos, son de los pocos que tienen inquilinos fijos. Un youth hostel ocupa la primera planta al completo, en el segundo hay una casa antigua, enorme, que lleva un tiempo cerrada y en la que han ido acumulando material de obra durante el invierno. Seguramente la reformarán dentro de poco y la dividirán para hacer apartamentos minúsculos. De ahí para arriba, todo son pisos que pasan la mitad del tiempo vacíos, alquileres vacacionales o buhardillas con el techo a un metro diez en su parte más baja. Por un precio salvaje, Ana y yo habíamos sido afortunados (yo, en este caso) por tener línea de metro directa al trabajo, un balcón de dos metros cuadrados sobre una callejuela sin vida frente a un edificio en obras y la estación suficientemente cerca para que Ana caminase hasta allí cuando tenía que desplazarse. Una media de dos veces al mes. Bilbao, Valencia, Barcelona. Reuniones de trabajo, presentaciones.

«El marketing farmacéutico es lo que tiene» me ha dicho un montón de veces. Me la imagino ahí mismo recordándomelo maleta en mano mientras juego al Tetris con la gran cantidad de cosas que he traído y el poco espacio de la nevera. Medio mundo está pensando en cómo salvar su vida si esto se pone difícil de verdad, y ella y sus jefes se estarán 13 planteando de qué manera, y por cuánto dinero, van a vender la vacuna cuando llegue. Porque de eso va realmente el congreso de Barcelona en el que está ahora mismo. Perspectivas del comercio de fármacos en escenarios de contracción global. Una aproximación desde la práctica, se puede leer perfectamente en la primera foto que ha puesto en Instagram desde allí, en la que posa junto a su acreditación.

Cómo seguir vendiendo droga mientras se acaba el mundo.

 

Me lavo las manos. Canto el cumpleaños feliz dos veces, como dicen los ingleses que hay que hacer para calcular el tiempo necesario para que queden bien limpias. Bueno, lo canto tres, más bien, casi cuatro en lo que me las aclaro. Cojo un par de guantes desechables y desinfecto el móvil con una toallita impregnada en alcohol, por si acaso, antes de acercármelo a la oreja.

Al final, Pilar solo llama para ver qué tal sigo. Nada importante. Mamá, ella, mis tías, todas se han asustado al ver en las noticias que vamos (lo dice en segunda persona del plural) a cerrar los colegios. Madrid, esa ciudad en la que el peligro acecha en cada esquina. No se atreven a venir a verme ni una vez al año y cualquier cosa que ocurre aquí les parece un invento de extraterrestres, yo entre ellos. Preguntan cómo se nos ocurre prohibir que los coches circulen por el centro, me acusan de que nos cargáramos a los reyes de la cabalgata y se asombran incluso de que seamos capaces de viajar tanto rato bajo tierra, con la claustrofobia que da eso. A mí, que llevo años sin conducir y no he visto una cabalgata desde que me hice mayor de edad, el hecho de que a partir de ahora los niños no vayan a madrugar para ir a clase me trae sin cuidado. Es lo que menos me preocupa de este asunto.

—Me da igual y estoy bien.

—¿Y esa compra tan intempestiva? —También tenía la maldita manía de utilizar palabras fuera de contexto para hacerse la culta—. No pensarás que se va a acabar el mundo en dos semanas y que solo puedes sobrevivir metiéndote en un búnker.

—Me tiene con la mosca tras la oreja el maldito virus. Si fuera solo un catarro fuerte, una gripe, no se estaría liando tan gorda en Italia y aquí no habría gente de los nervios con unos cuantos casos.

—Ya sabes que los hay que ven fantasmas en cualquier sitio.

—Bueno, más vale prevenir. Yo que tú iría haciendo acopio de algunas cosas y protegiéndome. Guantes, mascarillas... Me parece que no tenemos ni idea de lo que se nos viene encima.

—¡Guantes y mascarillas! Majo, vaya paranoia. ¡Ni que estuviéramos en China!

Temas

¿Querés recibir notificaciones de alertas?