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Duelos: Los sangrientos combates por el honor en la historia argentina

Te anticipamos un fragmento del libro del que todos hablan, de&nbsp;Mariano Hamilton. El autor nació el 14 de abril de 1961. La mayor parte de su actividad la desarrolló como periodista deportivo. Fue redactor y editor del diario Clarín, cocreador y subdirector del Diario Olé, director de la revista El Gráfico, secretario de redacción del diario Perfil y cofundador de las revistas Llegás a Buenos Aires, Qué te parece esto Beba y Un Caño. Fue editor también del sitio web de ESPN. Condujo el programa de radio Los Innombrables. Trabajó como columnista en los programas de televisión Duro de domar, Fútbol permitido y Minuto 1 y comentó partidos en Fútbol para todos. Escribió cuatro<br>novelas de ficción: Cercano oeste, El hombre ordinario, El periodista (todas protagonizadas por el detective Roque<br>Centurión) y La vecina. Investigó y publicó además los libros de historia Mejor muertos (con Gisela Marziotta) y Masones argentinos. Actualmente es columnista en C5N, escribe en la revista Un Caño, en su versión digital, y desarrolla la cuarta novela de la saga de Roque Centurión.

martes, 12 de marzo de 2019 · 09:13 hs

Los duelos han atravesado la historia argentina desde 1811 hasta nuestros días. Los más emblemáticos fueron los de Hipólito Yrigoyen con Lisandro de la Torre o el de John William Cooke con Arturo Frondizi. Muchas figuras reconocidas participaron de estos combates por el honor: Lucio V. Mansilla, Leandro N. Alem, Lucio Vicente López, Jorge Newbery, Alfredo Palacios, Leopoldo

Lugones, Raúl Scalabrini Ortiz, Ramón Doll, Federico Pinedo, el almirante Isaac Rojas, Ernesto Sanmartino y Arturo Jauretche. Si hasta Juan Domingo Perón retó a un combate a Pedro Eugenio Aramburu.

La práctica, a su vez, enfrentó a sus defensores y detractores. Y el debate aún no está saldado, más allá de que ya no se realicen. “¿Quién no escuchó alguna vez a alguien reivindicando esa costumbre? ¿En qué reunión no se dijo que el honor ya no es tan importante como lo era antes? O más aún, ¿quién no se sorprendió al escuchar que alguien sostenía que personajes del arte o de la política, si fueran honorables, deberían batirse a duelo en defensa de sus ideales? No somos animales, pero muchas veces disimulamos”, sostiene el autor.

La tapa del libro.

Vamos de lleno a conocer una de las historias que cuenta Hamilton en su último trabajo.

Yrigoyen y Lisandro de la Torre

El viejo de mierda y el cajetilla perfumado

Lisandro de la Torre no se andaba con chiquitas cuando quería confrontar con un adversario. —No me interesa la forma en que hace política Yrigoyen. Es egoísta y paternalista —le comentó a un grupo de amigos mientras tomaba una copa de coñac en el club El Progreso a principios de agosto de 1897. —Es muy duro su juicio, don Lisandro —le dijo uno de sus interlocutores que valoraba los esfuerzos de Yrigoyen para conseguir que el partido sostuviera su identidad y no se perdiera en el océano de coaliciones con tal de ganar una elección. —Podría sumar más adjetivos para calificar a ese viejo, pero sólo diré que su influencia es perturbadora. No pasaron muchas horas hasta que repitió casi las mismas palabras en la convención radical que trataba de ordenar los porotos un año después de la inesperada muerte de Aristóbulo del Valle y del suicidio de Leandro N. Alem. El radicalismo se había quedado sin conducción y Lisando de la Torre propuso la candidatura a presidente de Patricio Guido Gentile y una alianza con Mitre para vencer a Roca. Pero se topó con la oposición de Hipólito Yrigoyen. Y entonces sonaron las palabras mágicas, las que ya tenía pensadas y que casi se había aprendido de memoria: «E 135 severante que ha operado (…) después de la muerte del doctor Alem. Y esa oposición destruye permanentemente la política de coalición que queremos construir. Yrigoyen antepone sentimientos pequeños e inconfesables a los intereses del país y del partido». Yrigoyen, que ya conocía al detalle aquella conversación en El Progreso y que la había dejado pasar porque había sido de carácter privado, ya no se pudo aguantar. Fiel a su estilo, no le respondió en la Convención pero le hizo saber a los correligionarios más cercanos que le había declarado la guerra a De la Torre. Y cuando Yrigoyen se atragantaba con algo o alguien, y más si ese alguien había sido su amigo y compañero de ruta, las consecuencias podían ser nefastas. —Lo voy a retar a duelo con las armas que él elija —le dijo Yrigoyen a sus laderos, aunque luego prefirió ser más específico: —Pero en realidad lo que quiero es romperle la jeta a trompadas a ese cajetilla perfumado. Y así fue como Tomás Vallée y Marcelo Torcuato de Alvear, otro cajetilla, partieron hacia la casa de De la Torre con el encargo de desafiarlo preferentemente a golpes de puño y en un lugar privado. Lisandro los recibió cordialmente, les dijo que aceptaba el desafío, pero sonrió cuando le manifestaron que el deseo de Yrigoyen era que resolvieran el entuerto a las trompadas. Con un tono condescendiente, les informó a Vallée y Alvear que al día siguiente conocerían el nombre de sus padrinos. Cuarenta y ocho horas después, los padrinos de Yrigoyen se reunieron con Carlos Rodríguez Larreta y Carlos Gómez, los padrinos elegidos por De la Torre, en la casa de Rodríguez Larreta. Los enviados de Lisandro tenían el mandato de desechar el combate de boxeo y reclamar que el duelo fuera con sable. ¿Por qué sable? De la Torre fue muy claro cuando se los dijo a sus padrinos: —Elijo el sable. Porque no lo voy a matar; voy a moler a planazos a ese viejo de mierda. No es un dato menor: Lisandro tenía 28 años e Yrigoyen 45. Uno estaba haciendo los palotes en la política, aunque desde un lugar privilegiado y con paso sólido. El otro ya tenía sobre el lomo un par de revoluciones contra gobiernos constitucionales y hasta un reconocido conflicto con Leandro N. Alem, su tío y mentor, el que entre otras cosas había desembocado en el suicidio del líder más carismático del radicalismo. Ante el pedido de Rodríguez Larreta y Gómez, los padrinos de Yrigoyen dijeron que su ahijado no era experto ni mucho menos en el manejo del sable y la espada, y que si no era a las trompadas, lo lógico era que se batieran con pistola. Pero los padrinos de De la Torre, pese a que el Código de Honor establecía que el ofendido era quien tenía derecho de elegir el arma, se aprovecharon del deseo de revancha que carcomía a Yrigoyen e insistieron con el uso del sable. —El ofendido es Yrigoyen —dijo Vallée. —Pero también es quien desafía —respondió Rodríguez Larreta. —Desafía a un match de boxeo —insistió Vallée. —De la Torre combate con sable o no combate. La decisión es de su ahijado —dejó muy clara Rodríguez Larreta la postura de don Lisandro. El que se dio por vencido fue Alvear, quien sabía que no podría presentarse ante Yrigoyen sin tener acordadas las condiciones del duelo: —Muy bien. Será con sable, pero dentro de dos semanas —dijo Alvear, consciente de que debía darle tiempo a Yrigoyen para capacitarse en el manejo del sable. —Es un hecho. Con sable, dentro de dos semanas —ratificó Rodríguez Larreta. Cuando le comentaron el resultado de la reunión, De la Torre se rió con ganas. ¿Cuánto podía aprender de esgrima Yrigoyen en quince días? Yrigoyen, comprometido con la causa, tomó clases diarias de esgrima con Alvear y con un instructor italiano. El motor que lo impulsaba era salvar su vida pero mucho más darle una lección a «ese jovenzuelo irrespetuoso». De la Torre, mientras tanto, practicaba en las pedanas del Jockey Club, deslumbrando a todos con su estilo clásico, depurado y ortodoxo. Finalmente el 6 de septiembre de 1897 se encontraron en un galpón abandonado (el de «Catalinas», así se llamaba) en la Costanera Sur. El acta del duelo era clara: se usarían «sables con fi 138 Los médicos detuvieron el combate. Revisaron a De la Torre y constataron que la herida no era grave. Lo autorizaron a seguir. En el tercer asalto, De la Torre trató de ir a fondo, pero Yrigoyen aguantó todas sus estocadas, aunque con mucha dificultad, porque el cansancio ya empezaba a hacer mella en su rendimiento. El combate era tan desordenado que en un giro, Yrigoyen recibió un puntazo en el glúteo, aunque muy superficial. Los médicos tampoco pusieron objeciones para que continuara. En el descanso entre el tercer y cuarto asalto Vallée y Alvear le dijeron a Yrigoyen que ya era suficiente, que había dejado a salvo su honor y que ya era hora de terminar con el asunto. Ambos temían lo peor. Un hilo de sangre le corría por la pierna izquierda a Yrigoyen y le mojaba la bota. Pero si algo caracterizaba a Yrigoyen era su tozudez. —Uno de los dos tiene que perder —dijo Yrigoyen. A lo que Alvear respondió con palabras lógicas: —En los duelos no hay vencedores, nadie tiene razón. Lo único que importa es dejar a salvo el honor. —Acá el único honor posible es demostrarle a ese cajetilla quién es el mejor. Y salió enfurecido a combatir en cuarto round, convencido de que sería el último. Parecía que Lisandro lo desbordaba a Hipólito, pero un golpe de suerte jugó a su favor. En un momento Yrigoyen quedó desacomodado y De la Torre se confió. Con un movimiento estrafalario, fuera de los manuales de esgrima, Yrigoyen alcanzó a rozar la barbilla de su oponente con el filo del sable. Si no le cortó el cuello fue por el rápido retroceso de De la Torre. Otra vez los médicos detuvieron la pelea. Luego de revisar a De la Torre, los médicos aconsejaron que detuviera el combate. De la Torre se negó: —Estoy en perfectas condiciones —dijo mientras se escurría con un pañuelo la sangre que le enrojecía la camisa blanca. —De ninguna manea me voy a retirar —y lo miró a Yrigoyen con la furia instalada en los ojos: —En guardia —le gritó. Y avanzó con el sable en alto. Siguieron las fintas. De la Torre era el mejor, sin dudas; pero Yrigoyen, el más peligroso. Sobre el final del cuarto asalto, Yrigoyen hirió otra vez a De la Torre con un sablazo al boleo: esta vez en la sien derecha, la oreja y la mejilla. La sangre le cubría todo el rostro al rosarino. Con cuatro heridas cortantes y los médicos dijeron basta. De la Torre protestó pero los padrinos y los doctores lo persuadieron de que el duelo estaba terminado, que ambos se habían comportado con valentía y que ya era hora de reconciliarse. Todos menos Yrigoyen. Porque De la Torre estiró su mano derecha para estrechar la de su adversario pero Yrigoyen le arrojó el sable a los pies y se fue sin siquiera dedicarle una mirada. Nunca se reconciliaron. Primero por el enojo de Yrigoyen y luego porque De la Torre le cobraría caro aquel desaire 16 años después. En 1913, cuando dirigentes radicales propusieron que De la Torre regresara a la Unión Cívica Radical y que se presentara como candidato a diputado por Santa Fe, Yrigoyen respaldó la moción pero De la Torre fue irreductible: «Me niego por una cuestión de principios y de procedimientos», dijo. Y jamás volvieron a encontrarse. Dice la leyenda que Lisandro de la Torre de ahí en adelante se dejó la barba para ocultar las heridas de ese duelo, para ocultar las heridas de su vergüenza. Porque no se había dado el gusto de moler a planazos al viejo de mierda. El duelo se mantuvo vivo durante años. En las sesiones parlamentarias, los radicales les preguntaban una y otra vez, con sorna, a los demócratas progresistas cuál era la razón por la que De la Torre no se afeitaba la barba. A lo que los demócratas progresistas respondían: «Por la misma que Yrigoyen no se baja los pantalones».

Duelos

Los sangrientos combates por el honor en la historia argentina

Mariano Hamilton

Editorial: Editorial Planeta

Colección: Fuera de colección

Número de páginas: 344

$ 699.00

¡Siempre por el honor!