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Aumenta el taxi... y eso es un peligro para los propios taxistas

Mientras las plataformas crecen a la sombra de la informalidad, los taxistas mendocinos están sujetos a un corset normativo casi kafkiano.

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ALF PONCE MERCADO / MDZ

En Mendoza, cada vez que se autoriza una suba de tarifa para los taxis, se desata una paradoja cruel: lejos de significar una mejora para los trabajadores del volante, cada aumento los empuja un paso más cerca del abismo. La razón es simple: al subir el precio del viaje, la brecha con las plataformas como Uber, Cabify o Maxim se hace más grande. Y con eso, los usuarios –naturalmente– migran hacia el servicio más barato, más flexible y tecnológicamente más amigable.

Pero este no es un reclamo de mercado: es una alerta ciudadana. Porque detrás de la desaparición silenciosa del taxi, lo que se pierde es un servicio público esencial, especialmente en horarios, zonas y situaciones donde las plataformas digitales no llegan, no quieren llegar o directamente no convienen.

Taxis regulados hasta la asfixia

Mientras las plataformas crecen a la sombra de la informalidad, los taxistas mendocinos están sujetos a un corset normativo casi kafkiano: tienen tarifa fijada por el Estado, deben renovar unidades, pasar controles, tener seguros especiales y cumplir con un régimen salarial e impositivo rígido. Y lo peor: en muchos casos no pueden ni siquiera sumar trabajo desde las plataformas, aun cuando la legislación lo permitiría.

En cambio, a las plataformas nadie les controla si sus choferes cumplen con las normas laborales, si tributan como corresponde, o incluso si esas empresas –que facturan millones– están pagando impuestos efectivamente en la provincia. Aunque la Ley de Movilidad (9.086) exige que Uber y Cabify paguen el mismo impuesto de Ingresos Brutos que los taxis, más un extra del 1% destinado al fondo de movilidad, lo cierto es que no hay certeza pública de que eso esté ocurriendo.

Ese desbalance estructural –además de ser injusto– está provocando una caída de hasta el 60% en la cantidad de viajes en taxis tradicionales. Con la bajada de bandera ahora en torno a $1.350 y un boleto promedio de $4.500, el servicio se vuelve cada vez más inaccesible para muchos usuarios y financieramente inviable para los propios taxistas. Todo en un contexto donde los costos operativos se disparan, el mantenimiento es cada vez más difícil y renovar una unidad se vuelve un sueño inalcanzable.

Plataformas: todo lo que el usuario busca, pero no todo lo que necesita

No hay que ser ingenuos: los usuarios tienen razones para preferir Uber Cabify o Maxim. Piden desde el celular, conocen el precio antes de viajar, saben quién los va a llevar y pueden compartir su recorrido en tiempo real. Frente a ese combo, el taxi queda fuera de juego.

Pero si el Estado deja que la única lógica que impere sea la del mercado, lo que pone en riesgo es algo más profundo: el derecho a un transporte accesible, disponible y confiable, incluso en barrios alejados o en plena madrugada. Porque cuando el sistema se rige solo por la rentabilidad, los primeros en desaparecer son los servicios menos “rentables”, que son, justamente, los que más necesita la gente.

¿El gobierno quiere eliminar el taxi?

Si se sigue empujando a los taxistas al borde del colapso, no parece una casualidad. Todo indica que se los está dejando morir para que el sistema se reemplace de hecho por las plataformas, sin debate público, sin regulación seria y sin defender a los trabajadores ni a los usuarios.

El camino no puede ser seguir ajustando a los taxis para que compitan en desventaja. El Estado debe reconocer que el taxi es un servicio público esencial y actuar en consecuencia: desburocratizar, reducir cargas, permitir compatibilidad con plataformas cuando no haya servicio, y exigir calidad, no solo papeles.

Hoy, el dilema no es “taxi o Uber”. El dilema real es: ¿queremos un sistema de transporte que garantice derechos, o uno donde cada quien se salve como pueda?