"El padre de la niña muerta": el relato urgente de un hombre que pierde a su hija y comienza a escribir para sobrevivir
El brasileño Tiago Ferro debuta en la literatura con una novela basada en una tragedia personal que ha sido premiada y alabada por su profundidad y creatividad.
Se llamaba Manu, pero en el libro su nombre no aparece, es solo la hija, la niña inteligente y amorosa que en abril de 2016 muere repentinamente a los 8 años a causa de una miocarditis, y deja un vacío tal que el narrador, y a través de él el autor, solo puede intentar llenarlo con palabras.
Con una explosión de ellas. Cada esquirla es una parte de la historia.
"El padre de la niña muerta", la alabada primera novela del editor, maestro en Historia Social y crítico literario brasileño Tiago Ferro (Sao Paulo, 1976), recibió en 2019 el Premio Jabuti, uno de los dos más importantes de la literatura de Brasil junto con el Machado de Assis.
Basada en su propia experiencia -una que marca un antes y un después-, es una ficción que sorprende y se lee con la misma urgencia con que fue escrita, tal vez porque aunque la historia es devastadora, Ferro no se limita a hacer un inventario del dolor.
El texto va mucho más allá.
A través de capítulos cortos escritos en distintos formatos, desde reflexiones hasta Whatsapps y correos electrónicos, el narrador nos permite asomarnos a la desolación, pero también a la ternura, la belleza, la rabia, la locura, el humor y la ironía que va descubriendo en el proceso de aceptar y entender los ecos de la tragedia.
Agrega, además, referencias musicales, literarias, cinematográficas, sexuales, medicinales, políticas y sociales, que revelan, a veces crudamente y otras de forma lúdica, la visión crítica que tiene el padre sobre el mundo contemporáneo.
BBC Mundo conversó con Ferro en el marco del Hay Festival Medellín, que se realiza de manera virtual entre el 25 y el 27 de enero.
Tu libro ha sido descrito como un caleidoscopio del luto, aunque también podría decirse que es una anatomía del dolor y hasta de la vida. ¿Cómo lo defines tú?
Yo pienso que más que un libro sobre el luto, es una investigación de la sociedad y de la vida a partir de la posición del enlutado.
Es como si ese luto profundo y violento pusiese al narrador en una posición desde la que puede distanciarse y decir cosas que no se suelen decir, que a veces van más allá del sentido común.
De alguna manera, aunque obviamente para el autor vivenciar este luto no es en absoluto un privilegio, sí que lo es para el narrador que puede escribir desde el punto de vista de quien ha sido arrancado de la sociedad por el dolor.
Y en ese sentido creo que el libro tiene algo de contemporáneo, porque ofrece la posibilidad de una mirada diferente sobre el mundo en que vivimos. Y habla de muchas cosas que en teoría estarían prohibidas a alguien que está pasando por el luto de la muerte de su hija: sexo, drogas, violencia, sueños, delirio.
Por eso hay además toda una serie de comentarios y críticas culturales, políticas y sociales.
El ritmo también es muy actual. Es un libro vertiginoso, cuesta dejar de leerlo.
Creo que tal vez eso sorprende porque el libro no es lo triste o lo lento que se esperaría de un texto sobre el luto.
Pero eso ocurre porque, como decía, la novela no es solamente sobre una hija que murió.
Es cierto que ella está presente todo el tiempo, en cada pasaje y comentario, pero no es sobre ella. Si te fijas, después de leerlo no se sabe mucho sobre la niña.
Me imagino que por eso dicen que tiene un ritmo fuerte y rápido.
Hay una parte en que el narrador cuenta que le quedan muchos recuerdos de los 8 años que la niña vivió, tantos que no caben en una sola narrativa. ¿Es por eso que eliges ese estilo fragmentado, de capítulos cortos, o fue desde el comienzo una elección literaria?
Pienso que las dos cosas.
Por una parte, escribir los momentos más duros de narrar, como el velorio o el cementerio, como si fueran el guion de una película es una estrategia, una forma de distanciarme para contar lo que pasó.
Tal vez con una narrativa realista tradicional no hubiese conseguido hacerlo, porque habría tenido que explicar todo con más detalles, y quizás habría sido demasiado para mí.
Pero la fragmentación es también un espejo de la vida contemporánea, como lo es la falta de futuro. Cuando la hija está muerta, el futuro no existe más. Hay una interrupción de su vida, pero también de la del padre.
Y ese es un tema que hoy se torna más actual con la pandemia y, desde mi punto de vista con los gobiernos de extrema derecha, que hacen difícil pensar en un futuro prometedor.
De cierta manera, el libro trata de eso con anticipación.
En cierto modo, esa fragmentación también lo hace más fácil de leer, porque es un tema muy duro para el narrador, pero también para el lector. Nos es muy difícil saber cómo reaccionar al dolor del otro. ¿Pensaste en eso?
No, la verdad es que no.
La idea inicial del libro era hacerlo en forma de diario.
Tres meses después de la muerte de mi hija, escribí un artículo para la revista Piauí en que narraba las dos primeras semanas tras su deceso.
Tenía una narrativa extremamente objetiva, sin autopiedad o autocompasión alguna. Contaba cómo fue la vida en esos días: ir al registro, sacar el certificado de defunción, la burocracia, las presiones sociales, etcétera.
Cuando un año después decidí escribir el libro, la intención era continuar este diario, contar cómo había sido ese período más largo.
Pero me di cuenta muy rápidamente de que el formato sonaba repetitivo, y que una semana o un año terminarían siendo lo mismo.
Fue ahí cuando comencé a descubrir esas formas fragmentadas y algo caóticas, y los deseos y recuerdos de mi infancia y mi juventud empezaron a exigir otra forma artística.
Por eso en el libro hay algunos encabezados que parecen no tener mucho sentido, como los días de la semana o el carnaval. Son como rastros, ruinas del origen del texto.
Aunque estás ligado al mundo de la literatura desde hace años, esta es tu primera novela. No puede ser casualidad. ¿Por qué decidiste compartir esta historia?
Yo nunca imaginé escribir ficción. No era un plan para mí.
Pero desde que mi hija murió, la escritura está presente como una forma de sobrevivir.
Los primeros días contando sobre ella en Facebook, a través del artículo que mencioné, luego con el libro.
Es difícil decir por qué, pero cuando escribía me sentía bien, había algo excitante, como si las cosas hicieran sentido al ser escritas.
Fue así desde el primer día después de su muerte.
La novela retrata muy bien lo que es el dolor desde muchas aristas: es visceral, pero también es onírico y poético. ¿Cómo fue el proceso de transformar tu dolor personal en una obra literaria?
Solo me fue posible hacerlo un año después de la muerte de mi hija, cuando el dolor más agudo había cesado. La tristeza está siempre, pero el dolor insoportable había pasado. Recién en ese momento comienzas a reconectarte con el mundo.
Por eso tal vez tiene la potencia de algo que había estado como reprimido, interrumpido, una vida que había cesado durante un año.
Yo escribí el libro en dos meses. Escribía de madrugada, durante el día, en la calle, en todos los lugares, grababa audios en el teléfono que después transcribía en el computador, porque era una escritura urgente.
Cuando por fin entregué el texto a la editora fue un alivio.
¿Por qué hay tantas referencias al cuerpo? Clavículas, ampollas en los pies, sangre, corazón, cerebro. En un momento llegué a pensar que habías estudiado medicina.
Siempre me ha intrigado mucho la imagen de un cuerpo en el momento de la muerte. Es un enigma, porque está ahí igual, como siempre estuvo, pero no funciona más. Está desconectado, todo se interrumpe, los sueños, todo.
Entonces comencé a rescatar mis memorias del cuerpo, y esos fragmentos se fueron conectando y creando una narrativa, la corporal, que, como todo lo que hay en el libro, parte del episodio de la muerte de la hija.
Todos los comentarios, incluso los políticos, las críticas a Trump o Bolsonaro, estallan como una bomba con la muerte de la hija de 8 años.
Nada en la novela puede ser leído sin pensar en ella, nada.
Ni siquiera la ironía, que es un recurso muy presente, ¿no?
Creo que la mirada irónica del narrador se debe en gran parte a que cuando uno queda fuera del teatro de máscaras del mundo percibe cuánto hay de falso en él.
Pasa con muchas cosas, incluidas las curas y las propuestas de psicólogos, de médicos, de la religión que aparecen cuando te pasa algo terrible.
Es cierto que el yoga, la autoayuda, las flores de Bach, etc, funcionan muy bien cuando estás bien, pero cuando los necesitas realmente es más complejo e irónicamente terminan convertidas en mercancías.
Todo está a la venta: el mat de yoga, el retiro espiritual, el entierro, el ataúd, las flores. Todo está mediado por el dinero, por el paso de la tarjeta de crédito.
La ironía viene de eso, de que de alguna manera la mercantilización hace que perdamos una experiencia legítima, que rituales que podrían significar algo para nosotros, pierdan sentido.
Y el enlutado lo puede ver con claridad.
¿Tú acudiste a algunas de las cosas que mencionas?
Sí, y algunas fueron importantes para mí. No es que nada funcionó y yo estoy diciendo que todo es una bobada. No es eso.
Pero en el momento de la pérdida cada uno necesita encontrar su camino. No importa cómo ni dónde. Es algo muy personal.
Es curioso. La sociedad tiene una expectativa de que las personas que sobreviven a algo tan serio pueden contar algo muy valioso, pero el libro muestra que no, que en realidad no saben más que el resto de las personas.
Tampoco los que han pasado por lo mismo. Mencionas en el libro a varias personas conocidas que, como tú, han perdido a un hijo: Darwin, Kafka, Gilberto Gil, Eric Clapton, el poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade, por nombrar a algunos...
Sí, es la paradoja del desconsuelo que hay en el libro, como si nada pudiese consolar al padre, ni siquiera estar junto a otros que pasaron por lo mismo.
Ellos tampoco saben nada.
Yo te podría decir que voy a escribir un libro de autoayuda y hablar como si entendiera algo, pero no sería totalmente honesto. En el fondo, en el fondo, todos sabemos lo mismo sobre la vida y la muerte.
En algunos momentos hablas del padre como un leproso, por lo que provoca su dolor en el resto de la sociedad...
Sí, una crítica en Brasil dice que ese padre sería un aguafiestas. Y tiene razón.
Al inicio todos quieren estar cerca, ofrecer una palabra de consuelo, etcétera, pero él de alguna forma arrastra consigo un mensaje estampado en la cara que echa a perder la fiesta.
Es como si la muerte estuviese siempre con él.
A donde va lleva la noticia de la tragedia, una tragedia que será también de todos, porque ese mundo del consumo, de la diversión, del placer en algún momento se acaba, y ese padre leproso está siempre diciéndolo solo con llegar, con estar presente. Pasa a ser inadecuado.
Luego, cuando después de seis meses o un año ya no es necesario hablar sobre la muerte de la hija, ok, puedes regresar a relacionarte con las personas.
Pero al inicio es como si arrancase casi todas las máscaras y mostrase una realidad muy cruda, la de un cuerpo que deja de funcionar y muere, de un corazón que apenas es un músculo que cesa de latir.
Si volvemos a lo que decías del retrato de la sociedad contemporánea, ¿crees que lo que cuentas refleja la sublimación de la felicidad, el poco espacio que le damos a la tristeza como algo natural en la vida?
Tanto es así que existen manuales que dicen cuánto tiempo dura cada etapa del luto. Esa sí es una gran ironía. ¡Cómo si eso fuese posible! Te dicen qué debes sentir a los dos semanas, al mes.
Hay etapas para todo: para el dolor, las dietas, el desarrollo profesional. Y curas para todo, incluido para lo que no tiene remedio, como la tristeza. Hay gente a la que le funciona, pero al narrador del libro no.
Cuando mi hija murió la gente nos insistía a mi mujer, a mi otra hija y a mí: ¿no están tomando nada, no van al psicólogo? Tienen que salir de esa situación, no puede quedarse tristes, eso tiene que pasar. Y un mes después nos preguntaban, ¿todavía están así?
Esa presión está muy presente en el libro, cómo se espera una actitud. En el fondo, hay una especie de agresión con esas fórmulas morales que indican cómo debemos comportarnos, sin respetar que no existe una sola forma.
Pienso que es algo que también tiene que ver con el universo del consumo, y con la alegría vinculada a la poderosa industria de los antidepresivos, que no permite que nadie esté triste nunca.
Incluso cuando tienes 90 años hay un marketing que te dice que eres joven, que puedes hacer gimnasia, ir al shopping center. ¡Cómo te vas a quedar en casa, no puedes hacerlo! Hay que gastar.
Si hasta cuando morimos nos culpan de nuestra muerte: no se cuidaba, no comía bien, no se alimentaba o no le gustaba más vivir.
La tristeza está prohibida. Y el silencio. Uno tiene que estar conectado a Netflix, WhatsApp, comprando, en Amazon.
En la novela solo hay un personaje que tiene nombre, Lina, la madre de la niña muerta. ¿A qué se debe esa elección?
Lina es un personaje ficticio. Una madre mexicana.
Y como quería construir a una extranjera, y que hubiese la barrera del idioma, creí que era necesario que tuviese desde el principio un nombre que la identificase como alguien que no es de este lugar.
Era una manera de marcar la diferencia y la distancia enorme que se crea con ella después de la muerte de la hija.
También aparecen fotografías de dos personajes muy diferentes, Yuri Gagarin y Diego Armando Maradona. ¿Por qué ellos?
Ficcioné un poco la historia de ambos, porque me parece que son ejemplos de personas que también estuvieron fuera de la sociedad y tomaron distancia de ella.
Gagarin objetivamente porque vio la Tierra desde el espacio. Quería contar cómo fue su reentrada, como volvió a hacer cosas cotidianas como ir a un supermercado, como si yo hubiese pasado por algo semejante pero sin salir de mi casa.
¡Y Maradona! Siempre he amado a Maradona e imaginé un poquito cómo el éxtasis de aquel gol fantástico del Mundial de México 86 lo sacó del mundo y lo arrancó de la vida común. Fue un momento excepcional, un instante en que toca a dios, que luego intentó repetir con otras emociones y con las drogas. Pero era imposible.
¿Estás escribiendo otra cosa? ¿Te quedó gustando la ficción?
Yo acostumbro a decir que no hay placer en la escritura de ficción para mí. No me pasa como a los autores que dicen que se van a una casa de campo o de la playa y empiezan una novela y crean a los personajes.
Para mí fue un proceso muy intenso en el límite de lo desagradable.
Entonces, necesito un poquito de coraje para encarar algo nuevo. Y aún no lo he tenido.
Bueno, tampoco es obligación hacerlo. Puedes escribir uno solo y está perfecto.
También... Eso también es cierto.