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"Capangas a la cancha": empezá a leer el nuevo libro de Gustavo Grabia

<b>Relatos futboleros.</b> "Capangas a la cancha" es el libro del periodista Gustavo Grabia que acaba de salir a la venta. Aquí, los editores de Pengüin Random House Grupo Editorial ofrecen un capítulo para tentarse con la lectura. Y siempre somos agradecidos, y lo hacemos.&nbsp;Un extravagante sociólogo plantea una idea revolucionaria para terminar con la violencia en&nbsp;el fútbol. Un rústico de casi treinta años, al que&nbsp;nunca eligen en los picados, se propone entrenar sin descanso para convertirse en jugador&nbsp;profesional. Una complicidad trasciende el campo de juego y se empieza a transformar en erotismo. Un grupo de amigos sufre la partida de su&nbsp;arquero y se ve obligado a dejar el fútbol 5 de los<br>miércoles y… cambiar de deporte.&nbsp;Estos relatos de Gustavo Grabia presentan una&nbsp;voz tan original como entrañable y un conocimiento excepcional de las fuerzas avasallantes,&nbsp;muchas veces invisibles, que mueven los hilos&nbsp;del deporte más popular del mundo.

martes, 4 de junio de 2019 · 10:08 hs

PONELO AL TANQUE

La asamblea extraordinaria era un volcán en ebullición. Primero pensamos en hacer un cónclave de mesa chica, para encontrar una solución entre los que teníamos la responsabilidad de lo que estaba sucediendo. Pero después, Juan Pablo Trenuti, el tesorero del club —y hay que decirlo, el más cagón de la dirigencia—, propuso hacer una asamblea extraordinaria porque el futuro, afirmó, dependía de todos. Estaba claro que quería una decisión en conjunto con la masa societaria, cosa que si todo salía mal, no habría un culpable único, que temía ser él. Porque algunos ya cuestionaban que si habíamos llegado a esta situación límite era porque se había malgastado el dinero en unos cuantos matungos. Pero claro, él en todo caso solo seguía órdenes. ¿De quién? De Milagros Miramonte, nuestro presidente, cuyo nombre se debía a que su madre quedó embarazada a los 56 años pero en la década del 60, cuando no existía la fertilidad asistida y el deme dos del congelamiento de óvulos era una utopía. Y aunque la familia intentó desalentarla porque Milagros era nombre de mujer y el bebé tenía pene, doña Miramonte, cabeza dura como toda siciliana, se mantuvo en la suya. “Lo’ médico’ dicen que es un miracle y así se va a llamar mi hijo”, repetía hasta el cansancio. Mirado en retrospectiva, fue la primera mujer con mirada inclusiva en cuestiones de maternidad. Claro que cuando nuestro presi hizo la primaria y la secundaria, esas cuestiones sociales no estaban demasiado avanzadas. “Hacé un milagro y volvete hombre”, le gritaban los muy turros. Bullying y Milagros podrían haber sido sinónimos por ese entonces. Pero él, supongo que por esa adversidad, se hizo fuerte, se agarró a piñas con cuanto compañero osaba gastarlo y esa convicción de que nadie lo iba a pasar por encima por más nombre femenino que le hayan puesto, lo terminó depositando un día en la presidencia de nuestro club, el Defensores de Calamuchita, denominación que poco tenía que ver con nuestra cultura porteña pero había sido heredado de un cordobés instalado en la ciudad desde sus años mozos. Y los nombres no se cambian, dijo la madre de Milagros con respecto a su hijo y a la vida misma. Así que quedó Defensores de Calamuchita.

Igual esto que le estoy contando nos saca del tema principal que no es la extraña designación que tenía nuestra bienamada institución, sino el llamado a asamblea extraordinaria para definir un tema inusual: tras cuarenta años transitando por la misma divisional, quizá sin una alegría mayor pero tampoco sin la decepción del descenso, estábamos por caer en la categoría inferior. Que en realidad era un limbo, porque el Calamuchita, como se lo conocía coloquialmente, jugaba en la D. Es decir, no había nada más abajo. Te desafiliaban. Caput. Durante un año como mínimo no veías más a tu equipo. No es que te integrabas en un mundo sin prosapia, como le ocurrió a River cuando besó la lona y se fue a la B. Porque será doloroso eso, pero te permite seguir yendo religiosamente cada fin de semana a la cancha a putear al cuatro que nunca manda un centro como la gente. Pero acá era distinto. Si perdíamos el partido desempate con el Calzada Forever, no había mañana. Olvidate de los choris que hacía el Mingo en la parrilla de piso que traía de la obra en construcción en la que trabajaba, porque eso es la D, hermano, nada de quincho, nada de espeto corrido, la D te arroja el humo en la cara. Por eso también varios le decían Caruso al Mingo, aunque a él mucho no le gustaba. Olvidate también de correr a los putos de Estrellas del Firmamento, que se ganaron nuestro odio cuando ascendieron a la C y nos dieron la vuelta en la cara, aunque al año siguiente bajaron de nuevo y en el primer partido que vinieron al Calamuchita les dimos para que tengan. Porque no se hace eso de gastar a uno que te acompañó de pobre, justo cuando pegaste la buena. Por suerte, la taquería del barrio lo entendió y nos liberó la zona para fajarlos como correspondía antes del partido. “Hacete ahora el pituco, Firmamento”, le gritó el Mingo, o el Caruso, como usted prefiera, mientras le arrojaba al micro un par de carbones encendidos en plena pelea.

Pero bueno, esto tampoco era lo que le quería contar. Lo importante, lo crucial, el momento culminante de nuestras vidas estaba por pasar y al final se aprobó la propuesta del cagón de Trenuti, nuestro tesorero, para llamar a asamblea extraordinaria y que sea la masa societaria la que encontrara una solución a la encrucijada que teníamos por delante. Porque la temporada había sido un tanto irregular, según el Perro Segovia, editor del Pregón de Calamuchita, la hoja semanal donde repasaba lo que había ocurrido con el equipo. El Perro era buena gente y además oficialista a cambio de la entrada gratis a la cancha y un pase en verano a la pelopincho que estaba en el fondo de la sede social. Por eso su mirada un tanto sesgada, ya que si algo no tuvo la campaña fue irregularidad. Porque eso se puede decir de un equipo que gana, pierde, gana de nuevo, te empata un par, vuelve a perder y jamás termina de decidirse qué quiere hacer de su vida. Como esos tipos que están una hora para ver si usan la camisa blanca o azul. Acá era todo regular: perdíamos siempre. Y si bien en alguna otra temporada nos habíamos acercado al abismo, jamás habíamos llegado a esta situación. Era un partido de mata o muere para definir si desaparecíamos en el limbo del Triángulo de las Bermudas, o sí conseguíamos mantener la categoría gracias a un triunfo que, bien visto, a esa altura parecía impensado. Porque el rival, los “Calzada Forever”, eran claramente mejores. De hecho, de no ser porque su barra brava había provocado desmanes en todos los partidos, no estaría en esta situación. Porque la casa madre, cansada de tantos escándalos, le había descontado los 25 puntos obtenidos en el torneo. Y así terminaron en cero. Mire usted, si nosotros hubiésemos empatado al menos uno de los encuentros que jugamos, nos habríamos salvado fácil. Pero era una temporada aciaga. Aunque nos quedaba una bala de plata: el desempate con Calzada Forever. La verdad, qué nombre medio pelotudo para un club. Porque yo puedo entender un River Plate, porque es Río de la Plata en inglés, o un Darling Athletic Club, porque lo forjaron los británicos un siglo atrás, pero Calzada Forever no tenía sentido. Un día en la reunión de la divisional se lo pregunté al Pato Yáñez, directivo del Calzada, y me dijo que habían armado el club en la época en qué estaba de moda el tema “Forever Young”, de Alphaville, y él había entrado con esa canción en su fiesta de casamiento. Entonces quería meterle ese nombre a la institución. Otros pretendían ponerle simplemente Rafael Calzada Fútbol Club y de la mezcla de los dos quedó Calzada Forever. A mí me seguía pareciendo medio pelotudo, pero explicado así tenía sentido.

Lo cierto es que el encuentro con los Forever se jugaba la semana siguiente en estadio neutral, el de los Forzosos de Jáuregui. Y había cierto pesimismo en el ambiente del Calamuchita. Apretar a los jugadores no tenía sentido, porque si no había dado resultado en los nueve partidos anteriores, por qué ahora. Un punto hijos de puta, un solo punto les habíamos pedido. Cuélguense del travesaño y saquen un empate. Pero ni así. Mire que intentamos todo, eh. Quisimos sobornar a varios rivales pero estábamos cortos de efectivo y la media res que nos aportaba Quique, el carnicero de la cuadra, era todo lo que podíamos ofrecer. Y los rivales siempre nos pedían al menos res entera. Será de Dios… Y como no había arreglo, después, como si mataran el hambre a fuerza de goles, nos llenaban la canasta. El partido que estuvimos más cerca de lograr el objetivo fue de local contra los Terribles de Midland, pero nos embocaron a los veinte minutos del primer tiempo y todo el andamiaje defensivo se vino abajo, terminamos cayendo 5 a 0, que de cualquier manera fue el mejor resultado que conseguimos en el torneo. Porque lo que no le conté es que tampoco habíamos marcado un gol en toda la temporada. El Chueco Villaloy, nuestro entrenador, nos dijo: “Para qué queremos hacer un gol. Con mantener nuestro arco en cero sacamos el punto que necesitamos y nos salvamos”. Parecía lógico y así armó el plantel: todos defensores. Pero como no podíamos ofrecer ni viáticos decentes, tuvimos que contentarnos con el descarte del resto. Y vaya si eran descarte. Pero eso ya no importaba demasiado. Ahora estábamos en un momento cumbre y debíamos definir qué rumbo tomar para cambiar el destino que a todos, en el fútbol, les parecía inevitable.

Fue entonces cuando el cagón de Trenuti dijo: “Llamemos a asamblea extraordinaria”. Y la propuesta terminó siendo aceptada. No había mucho tiempo porque el partido se jugaba en siete días, así que se dispuso que en la jornada siguiente, en el patio de la sede social, a las seis de la tarde, daría comienzo la reunión de la salvación o el cadalso. Yo tragué saliva porque me imaginé en la horca, pero no teníamos opción. Había que avisarles a todos los socios, que en realidad eran 24 vecinos, así que con ir a tocar la puerta dos manzanas a la redonda, la misión estaba cumplida. Nos repartimos las cuadras Milagros, el cagón de Trenuti y yo. Debíamos avisarles a todos de que era la última oportunidad y nadie debía faltar. Asamblea extraordinaria para salvarnos del descenso. Así le pusimos de nombre. Así se forjó la historia.

Ese día yo fui a comprar unas gaseosas al chino de la esquina, como para apaciguar a las fieras. A las seis de la tarde, tal como se había convenido, el patio de la sede reventaba. Milagros tomó la palabra e hizo un pequeño discurso. “Queridos socios, ustedes saben que la historia nos está llamando. Así como San Martín cruzó los Andes, así como Garré llegó a la Selección aun siendo un burro, nosotros también tenemos una gesta por delante. Mi nombre es una señal, pero no alcanza: al Señor hay que ayudarlo. Por eso convoqué a esta noble reunión para que unidos busquemos la solución, ganemos el partido y nos quedemos en la D”.

Hubo un respetuoso aplauso y rápidamente cedió la palabra a quienes querían participar. El Hugo, que levanta quiniela clandestina en la puerta de la sede, fue el primero en hablar. “Esto es culpa de Trenuti, que gastó la poca plata que había en contratar jugadores que deshonran nuestra camiseta”. El terror de nuestro tesorero se estaba corporizando y se hizo palpable cuando el resto empezó a cantar “Muerte a Trenuti traidor”, hasta que Milagros pidió calma y afirmó: “No estamos acá para buscar un chivo expiatorio. Después del partido se determinarán las responsabilidades. Ahora tenemos que unirnos para ganar la batalla”. Sus palabras fueron sedativas porque pararon a la masa enfurecida que con cascotes en mano tenía a Trenuti a punto caramelo. “Calma, muchachos, pensemos”, dije yo como para componer el clima. Ahí nomás Cata, la esposa del Hugo, con la lógica implacable que tienen las mujeres, ese sentido de la racionalidad que el fanatismo masculino suele dejar de lado, señaló: “No hay chances. Los de Calzada Forever nos van a meter 20 goles. La única solución es hacer unas empanaditas especiales, con esa carne podrida que vende el Quique, e intoxicarlos a todos”. Hubo un instante de júbilo, donde la mayoría apoyó con la única excepción de Quique, que gritaba desde el fondo “¡no te voy a permitir…!”, sabiendo que si se expandía el pensamiento de Cata, perdería la escasa clientela que aún le compraba esas piezas amarronadas que él decía que eran carne. Y cuando se estaba a punto de aprobar la moción, Milagros tuvo un rapto de lucidez y cortó la euforia. “Esos putos de Calzada Forever están a dieta poniéndose en forma para la final. No te comen una empanada ni aunque venga con doble fritanga. Igual las podemos preparar para engañar al estómago nosotros, pero sin la carne de Quique, obvio”.

Había que pensar, entonces, en otra cosa. Llevábamos dos horas de asamblea sin resolución. Alguno, ya no recuerdo quién, propuso traer al Talibán, nuestro zaguero central, para que dé explicaciones sobre tan magra campaña. ¿Qué sentido tenía? Otros apuntaron que había que echar al Chueco Villaloy y contratar a otro entrenador que generara una nueva ilusión en los muchachos para ir por la quimera del triunfo. A todos nos pareció bien y hubo un cuarto intermedio de una hora para llamar a otros técnicos y ofrecerles el cargo. Ninguno aceptó. “Yo no voy a tirar por la borda mi prestigio dirigiendo a esos delincuentes que no saben si la pelota es cuadrada o redonda”, contestó el Tano Pesculatti y fue un calco de la respuesta que nos dieron todos los entrenadores a los que se consultó. Cuando volvimos a la asamblea, le digo la verdad, había un silencio sepulcral. El desánimo se había apoderado de cada uno de nuestros socios. Algunos lloraban, velando un descenso irremediable. Otros maldecían al cielo y varios pedían perdón a sus familiares idos, por lo que estaba por ocurrir con el Calamuchita. Hasta que don Arturo, uno de los vitalicios, pidió la palabra. Se levantó, sostenido por una rama del ceibo que da sombra en la estación de tren, y argumentó: “¿Ustedes se acuerdan de cuál fue nuestra mejor campaña? La del 83. Habíamos recuperado la democracia y hasta Alfonsín preguntó un día por el Calamuchita”. No pudo terminar porque el Rapanui, con sus impertinentes 23 años, lo cortó: “Viejo de mierda siempre recordando otros tiempos y acá nos vamos de la D. A ver si lo entienden, gatos”. Pero Milagros pidió orden y dijo: “Dejemos que don Arturo termine, pero sea breve, Arturo, que nos come el descenso”. Entonces, don Arturo, con esa sabiduría que solo da la vejez, prosiguió: “Llegamos hasta semifinales. No nos dio el cuero para ganar el campeonato, pero lo que importa es el tránsito, no la meta. Fuimos felices todo un torneo. ¿Y quién nos dio esa felicidad? El Tanque González, nuestro máximo goleador, el eterno ídolo del Calamuchita. Yo sé que hace rato que no está viniendo a la cancha por un problema de salud, pero el único que nos puede sacar de esto es el Tanque González”.

El Tanque González. Qué jugador, mamita. Un nueve capaz de llevarse todo por delante. Usted le daba la pelota y se desentendía. Y él, con una fuerza qué solo volvimos a ver en Batistuta, arrancaba y no paraba hasta fusilar al arquero. Al igual que todo Calamuchita, yo tenía en casa en un portaretrato la foto del Tanque González. Pero no entendía demasiado la propuesta de don Arturo. Entonces pedí la palabra y retruqué. “Pero escuche, don Arturo, ¿usted cree que con solo poner en la platea al Tanque vamos a lograr algo? Le aseguro que ni dando la charla motivacional al plantel puede levantar a estos muertos. Imagínese que lo hacemos venir y lo sentamos en el palco como talismán y nos vamos al descenso. Se nos muere ahí nomás. Sería el peor final. Porque si nos vamos de la D, por lo menos que nos quede el Tanque”, argumenté. Hubo monosílabos de aprobación a mis palabras, pero don Arturo pidió de nuevo el micrófono. “Yo no estoy diciendo que venga de espectador. Hay que ponerlo en la cancha. Es el Tanque González, carajo. Los rivales apenas lo vean van a temblar y el Tanque los va a cagar a goles”. La gente comenzó a entusiasmarse al grito de “¡González, González!” hasta que Milagros puso paños fríos a la situación. “Escuchen, en aquella campaña mítica del 83, el Tanque tenía 35 pirulos. Es decir que ahora pasa los 70. Además, lo que don Arturo llamó problemita de salud es artrosis en ambos miembros inferiores. Apenas se puede mover…”. No pudo terminar la frase porque desde atrás se escuchó un “los que están ahora tampoco se pueden mover y mirá como nos va, ladrón. Ponelo al Tanque, la putá que te parió” ... Leé más desde aquí.

El autor: Gustavo Grabia nació en Buenos Aires, en 1967. Egresado de la carrera de Ciencias de la Comunicación y de la escuela del Círculo de Periodistas Deportivos,

entre 1996 y 2016 trabajó en el diario deportivo Olé como editor, donde se ganó su lugar como el mayor especialista argentino en temas de violencia en el fútbol. Es autor del

best seller La Doce: La verdadera historia de la barra brava de Boca.