Canción de despedida para Ignacio Lucero, el joven enamorado del viento
¿Qué se hace con lo vivido? Siempre sucede igual con los valientes, mueren jóvenes. Aquí, a duras penas una carta para decir adiós a un deportista que a bordo de sus aventuras, peleó contra el olvido.
La última vez que nos vimos, este invierno, fue en un lugar en la calle Colón. Yo acababa de dejar a mi hija en la escuela y vos viniste con Salvi, tu pequeño hijo. No fue un almuerzo como cualquier otro: fue una cita con un niño y su padre Ignacio Lucero, algo inaudito, inaugural en nuestros años de amistad. Qué contento estabas, qué bien te salía ser padre. Y no eras uno cualquiera: habías trajinado el mundo en solitario antes de serlo: de exitoso deportista, a progenitor dedicado.
Fue raro verte en ese rol a vos, que eras la encarnación del viento, el téster perfecto para medir la magnitud eléctrica de la velocidad de las cosas. Yo sentí, y te lo dije, que habías cerrado un ciclo fundamental de tu vida: era el momento de acceder a cierto sosiego, de achicar el afán por los cielos, de bajar la estatura de los cerros. Estabas feliz contándome que te habías establecido con Fernanda y que llegó la paternidad, ese gran aprendizaje. Estabas enamorado de los días.
Igual, no podías con tu pecho y el guerrero no detuvo jamás su marcha. Sabido es que con vos nunca se sabía; con vos, Nacho, nunca se supo. A nadie que te conozca le debe extrañar que las cosas terminaran como terminaron. Ahora, es necesario volver a recordar a Silvio, para homenajear a otro amigo que se queda tatuado en la montaña: “yo me muero como viví”. Te moriste como viviste, precioso muchacho: conquistaste todas las cimas, incluso, la de tu ausencia.
La primera vez que nos vimos, cómo olvidarla, fue en 1997. Yo fui una tarde directo al buffet de la Facultad de Filosofía y Letras, con la única intención de encontrar y moler a golpes a un tal Nacho Lucero, según las descripciones, un famoso guía de montaña con todos los estereotipos de los guías de montaña: pelo largo y desordenado, atuendos de montañero, aire de aventurero, barba desprolija, zapatillas de trekking, lentes negros, mochila al hombro… Imposible fallar, imposible no hallarte desentonando en ese sitio tan cáustico, con afanes eclesiales y desenfadadamente eruditos. Fui directo a vos.
Tenía mis razones para batirme: en esos años, yo tenía una novia hermosa, que antes había sido tu novia hermosa y, cuando te la cruzabas por las tardes, la coqueteabas con tu encantadora y liviana desfachatez de aquellos años. Por eso, me presenté ante vos con evidente afán de contienda y me dijiste que me calmara, que no hacía falta, que seguro yo te destruiría a trompadas, que no sabías pelear, que no era para tanto, que nos tomáramos un té. Y, bueno, ten hice caso y nos hicimos amigos, qué va, me conquistaste. Y, ahora que te has muerto, vamos a contarle a quienes no te conocieron un poco de quién fuiste: una persona importante, un ser nutritivo, un hombre que dejó huella.
Nacho Lucero fue mucho más que un andinista, un guía de montaña valioso y valorado, un pequeño empresario, un estudiante crónico de Letras, un escritor de prosa fatigada y un fotógrafo esencial. Fue un ser con el corazón en llamas, un hombre dispuesto, como pocos, a la aventura y a desafiar los límites y a vivir para contarlo, aunque, alguna vez, contarlo casi se llevara puesta su vida, a bordo de un verbo inesperado. No voy a detenerme en su difundida historia del infarto en el Manaslú, con ACV en Katmandú, porque es bastante conocida, y hasta se fue al programa de televisión de Mirtha Legrand a relatarla para todo el país. Sí diremos algo del proceso posterior: el poder comprobar día a día, logro a logro, cómo fue aprendiendo a hablar de nuevo, a caminar, a andar en bicicleta, como volvía de a poco a ser el que nunca dejó de ser. No sabía hablar y, a la vez, no paraba de hablar, de sacar conclusiones todo el tiempo: sus decenas y decenas de amigas y amigos, todas y todos, fueron testigos directos de aquel proceso de expiación, que, como toda expiación, involucra sanación.
Aquella recuperación siguió siendo parte de la misma aventura, de la misma y única cumbre que intentó en su vida. Ese afán por el lenguaje lo llevó a cautivar a mucha gente, puñados de humanos que saben a ciencia cierta quién fue Nacho Lucero, y que ahora lo lloran en silencio y lo despiden en las redes. Con él, el dramatismo de los hechos siempre era una posibilidad cierta, una marca de legitimidad de los días. Y pasó lo que pasó: así siempre sucede con los valientes: los más osados son los que mueren más jóvenes. Los más valientes, a veces, buscan un escalón más allá de la valentía.
No hará falta tampoco contar la historia de su perro Oro, también harto conocida. De esa etapa, rescato apenas dos sucesos: la vez que encontró al can en la calle e iniciaron una relación simbiótica extrema y curadora, extraordinariamente nutritiva; meses después, los dueños de Oro aparecieron, una pareja con dos niños, que quería al perro de regreso. Como aquella vez conmigo en el buffet, Nacho se tiró al piso y rogó que no se lo llevaran; les mostró la nueva vida del perro, su equipo de montaña, su apoyo curativo, su dieta, su pasaporte, los viajes: no era, claramente, una vida de perro. Y también los conquistó, el muy hechicero, y la familia entendió y Oro volvió a elegirlo.
El recuerdo me trae, además, otra ocasión, en el 2015, cuando una familia picante de un barrio obrero se apropió de Oro. Nacho intentó tejer el mejor plan, uno que no involucrara a la policía, por supuesto, no quería castigos ni estigmas para nadie. Pensamos en entrar furtivos al patio de la casa y robarlo, en ir a amenazar a los apropiadores, en publicar una nota, finalmente, con ayuda de amigos, se impuso la opción de pagar un rescate, previas explicaciones y ruegos a los secuestradores del rol de Oro en la vida de Nacho. Volviste a abrazar a Oro, como a vos te abrazaba el viento.
Ya es de noche. Reviso nuestras comunicaciones por Whatsapp y Messenger. El mes pasado me escribió “¿Qué hacés, linda? Estoy a 200 metros de tu casa, quiero pasar a darte un abrazo”. Y yo no vi el mensaje a tiempo, la puta que lo parió. Me respondió: “no importa, voy a comprar el lote que está al lado de tu casa, para que te cruces a mi cama”. ¿Cómo no querer a Nacho Lucero, un tipo tan encantador,? ¿Cómo no comer otro asado o subir otro cerro con él?
Me cuelgo leyendo nuestras comunicaciones. Ahora entiendo porque fue a la cita con su hijo. Es que le mandé unos mensaje cuyo resumen viene a ser: “Nachoooo te extraño, tonto, contame de tu vida de padre, de tus últimas proezas, de tu vida en general... ¿Subimos cerro el sábado o ya estás gordo y retirado? Tarado tengo ganas de conocer a Salviii... ¡Ese niño se parece mucho a mí!”.
Sigo, hacia atrás, leyendo mensajes: me cuenta que ha muerto Oro y quiere que yo lo despida con una nota honda, que nunca hice. Y me confiesa: “es una de las etapas más tristes de mi vida. Mientras agonizaba mi compañero abajo de mi escritorio, escribí un libro de cuentos. Me gustaría que lo leyeras… Oro murió y fuiste el primero en saberlo. Por eso, nos fuimos a hacer un trekking y caminé con vos y toda mi tristeza a cuestas”. Y yo ya ni siquiera me acuerdo de aquel trekking del adiós. El olvido siempre luce mejor nutrido que la memoria.
Más adelante, me lanza una orden inusitada, ahora, con eficacia demoledora: “harás una nota póstuma cuando yo muera”. Bueno, acá estoy, mi hermanito Nacho. Es lunes por la noche y estoy tirado en la cama, llorando, con el ordenador en la panza. Y leo que me decís que un buen epitafio para vos sería: “Estuvo bien”.
Su humor negro, siempre a la orden del día, igual que su hambre de aventura. Cómo te voy a extrañar, pedazo de boludo, infeliz. No tenías que morir tan pronto. No tenías que morir, pero no te gustaba hacer caso.
¿Qué se hace con todo lo vivido, Nachito? Le enseñaste a esquiar a mi hijo Eliseo y a mí; subiste montañas con nosotros y tomamos cervezas y agua fresca en las cumbres. Viniste a casa a compartir con la familia y te hice dedicados asados y comí de los tuyos en tu hogar de El Challao. Fuimos a tu casa de San Luis, con Mariana y Griselda, me bañé con el agua caliente de tu empresa en la Plaza de Mulas del Aconcagua, varias veces, nos metimos a una mina oscura, tuvimos charlas sobre las obras de Borges y Marechal, seguí el afán por el proyecto de 2017 “Colgados en el borde” para subir los dos seismiles más extremos de América, el Denali, al norte y el Marmolejo, al sur, donde finalmente dejaste tu latido, en 2023, me fuiste contando tus viajes al Himalaya, tus hermosas fotos, tus hallazgos espirituales e hicimos campañas de donaciones para los barrios del oeste, ¿qué se hace con esas cosas, amigo?
Qué tristeza, qué lentitud de las cosas. Qué empinadas son las horas, cuando nace la ausencia y tirita como un pájaro.
Sólo me sale decir que fuiste una persona excepcional para mucha gente: a todos ellos les diste clases magistrales acerca del arte de escapar de uno mismo y jugar a ser otro en la naturaleza, uno más épico y menos estúpido, uno más memorable y, ciertamente, más humano. Con todos, te relacionaste estrictamente desde el afecto y dejaste todas tus palabras exhaustas sobre la mesa. Y siempre, estabas pensando en la aventura por venir: para vos siempre mañana fue mejor.
Pero te has ido. Ahora, Salvi crecerá con la sospecha de que se perdió algo grande: el día a día con un hombre extraordinario, su padre, Ignacio Lucero. Sin embargo, el amor dedicado de su madre y toda su familia será suficiente para él y su futuro. Para encontrarte a vos, habrá tiempo y acertijos: deberá aprender de la cintura del viento, de la nieve en su cara, del sorbo de agua, del paso a paso y del abrazo de cumbre de sus propios amigos. En esas cosas, él tomará tu mano invisible y caminarán en silencio cuesta abajo, hasta el calor del hogar. Y dirás: "estuvo bien".
Ulises Naranjo.