Postales de nuestra historia

Misia Dolores Lavalle e Isabel Dorrego, las huérfanas de la Patria

Vidas e historias de mujeres que más allá de las distancias ideológicas, fueron marcadas a fuego por la perturbadora muerte de sus respectivos padres.

Gustavo Capone
Gustavo Capone sábado, 7 de octubre de 2023 · 07:00 hs
Misia Dolores Lavalle e Isabel Dorrego, las huérfanas de la Patria
Dorrego frente al pelotón de fusilamiento. Foto: Ministerio de Cultura de la Nación

El 13 de diciembre de 1828 fue fusilado Dorrego en el pueblo de Navarro por orden de Lavalle. Los últimos momentos de la vida de Dorrego serán recordados por las crónicas de Gregorio Aráoz de Lamadrid, su amigo y, vaya paradoja, su circunstancial adversario que tenía que avisarle que pronto moriría.

“Compadre, me falta valor para acompañarlo al paredón y no tengo corazón para verlo en ese trance”; dijo el unitario Lamadrid. Un abrazo empapado de lágrimas marcó el final del encuentro. “Le dejo mi chaqueta y mándele mis tiradores y este anillo a mi hija mayor”; pidió Dorrego a Lamadrid.

Trascartón, una descarga de fusiles puso final a la vida del federal. Por ese entonces, Isabel Inés Dorrego (1816-1888) tenía 12 años. Era la hija mayor del acribillado Manuel Dorrego.

Manuel Dorrego

A los 3 años de aquel suceso traumático para la historia nacional, nacerá Misia Dolores Lavallle (1831 – 1926), será la hija del verdugo Juan Galo de Lavalle, quien a la postre, allá por 1841, morirá en un enfrentamiento con los federales en San Salvador de Jujuy. Una bala le atravesó el pecho al militar cuya foja de servicio contemplaba 105 enfrentamientos de guerra.

Un grupo de fieles soldados llevó al General muerto hasta Tilcara (la tierra de los indios “omaguaca”) y en un arroyo cerquita de Huacalera, “descarnaron” su cuerpo, como el matarife que faena un animal, para enterrar solamente los pellejos de su piel y algunos órganos blando del difunto en un saco de cuero con el afán de evitar que el enemigo exhibiera su cuerpo como trofeo de guerra. Mientras tanto sus huesos “pelados” viajaban en una caja con arena a una capilla de Potosí, y su cabeza era guardada en un frasco con miel. Por ese entonces, Misia Dolores Lavalle, la segunda hija de Lavalle, tenía 10 años.

“Sobre héroes y tumbas”

La sucesión de muertes y atrocidades de ese tiempo, escribieron con mucha sangre nuestra historia. Pareciera que hubiera sido inevitable. Irremediable y tristemente inevitable. Pero sucedió. Ahí quedó el dolor y la desazón (sobre héroes y tumbas), envuelto y tapado por la vorágine de las sangrientas luchas internas, dejando solas a huérfanas y viudas que tuvieron que arreglárselas como pudieron. Era una “patria de hombres”, donde el pesar y las lágrimas de la mujer pareciera que valían poco, o casi nada. A Misia Dolores Lavalle y a Ángeles Dorrego las separó una historia, pero las unió el sentir de un vacío irremplazable que traumáticamente las acompañó desde niña y que cargaron para siempre.

El ritual de Isabelita y la cabeza de un gallo en una bandeja de plata

“La vieja de negro”, le decían irreverentemente los pibes de aquel barrio porteño. Isabel no salía casi nunca de su casa y jamás abandonó sus vestimentas de luto por la muerte de su padre. Era la hija del “loco” Dorrego. Solterona; debió pasarla muy mal, teniéndoselas que rebuscar desde muy chiquita como costurera. Su hermana menor, Ángela Severinda corrió con mejor suerte; se casó con un alemán (Herman Rosenthal Schroder) y eso ayudó a que pudiera tener una vida mejor.

Un rito curioso, macabro para algunos, nos mostrará que aquel trauma de la muerte de su padre nunca pudo ser superado por Isabel.

Todos los 13 de diciembre, recordando aquel día del fusilamiento, Isabel armaba una especie de santuario y se cumplía religiosamente una ceremonia que convocaba a familiares y amigos cercanos.  La mesa de la casa simulaba un altar, mientras una fila de velas iluminaba la escena. Inmediatamente, alguien acercaba una bandeja de plata donde tapada con un lienzo rojo había una cabeza de un gallo que había sido degollado para la ocasión. El ritual concluía cuando Isabel retiraba el manto, gritando: “Es la cabeza del Galo Lavalle”. Un trago de jerez, una oración, la cena familiar y un brindis en la memoria de Dorrego cerraban el recordatorio íntimo y familiar.

Misia Dolores Lavalle de Lavalle, la feminista del entierro multitudinario

Misia Dolores, había nacido en Colonia del Sacramento (Uruguay) durante el exilio de su padre. Era hija de una mendocina, Dolores Correas, que Lavalle conoció en tiempos que fue gobernador interino de Mendoza. Misia Dolores fue una avanzada feminista que luchó siempre en procura de extender los derechos de la mujer, fomentando la incorporación de éstas al campo laboral y académico. Amiga personal y compañera de militancia de Cecilia Grierson, aquella primera médica argentina, formó parte además del Consejo Nacional de Mujeres y presidió varias organizaciones de bien público, como la Cruz Roja Argentina y la Sociedad Argentina de Beneficencia. Creó escuelas, hospitales, asilos para niños y peleó fuerte por los derechos cívicos y políticos de las mujeres. Hasta escribió en “Caras y Caretas”. En cada discurso que brindaba recordaba a su padre, y más de una vez manifestó que nunca pudo olvidarlo, llevándolo constantemente en su memoria.

Se casará curiosamente para la época (y beneplácito de la chusma) a los 40 años de edad con su primo hermano: Joaquín Lavalle, diez años menor que ella y con quien no tuvieron hijos.

Misia Dolores Lavalle

A diferencia de aquel entierro en secreto y tétrico de su padre, descarnado y sin huesos, su velorio y acompañamiento fue uno de los más populosos que Buenos Aires recordará. Miles y miles de personas, mayoritariamente mujeres, acompañarán el carruaje fúnebre de la vanguardista hija del unitario militar hasta su morada final en La Recoleta.

Romance sobre la muerte ante el trauma de las hijas

“Se han escrito muchísimas páginas de historia sobre aquel desdichado acontecimiento, una de las tantas consecuencias de las luchas entre federales y unitarios. Cuando decidí tomarlo para mi novela, no era, en modo alguno el deseo de exaltar a Lavalle, ni de justificar el fusilamiento de otro gran patriota como fue Dorrego, sino el de lograr mediante el lenguaje poético lo que jamás se logra mediante documentos de partidarios y enemigos. Intentar penetrar en ese corazón que alberga el amor y el odio, las grandes pasiones y las infinitas contradicciones”. (textual de Ernesto Sábato en 1993, conversando sobre aquella creación junto a Eduardo Falú: “Romance de la muerte de Juan Lavalle” de 1965).   

Juan Lavalle

Lo cierto es que todavía existe una página escondida de nuestra historia, impenetrable, munida de grandes pasiones e infinitas contradicciones, como sostuviera Sábato, pero que paralelamente poco reparó en la vida de aquellas mujeres. Vidas e historias de mujeres (como Dolores e Isabel) que más allá de las distancias ideológicas, fueron marcadas a fuego por la perturbadora muerte de sus respectivos padres, quedando siempre eclipsadas por la preponderancia política que tuvieron los nombres y los hombres como Dorrego y Lavalle. Lo repetimos: a esas hijas, que tantas veces se habrán maldecido mutuamente, las unió el sentir de un vacío irremplazable que traumáticamente las acompañó desde niña y que cargaron para siempre. Les pasó a ellas. Le pasa a la Historia Argentina.

 

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