La Máquina de la memoria

El deporte blanco que genera "todos esos tonos de anaranjado"

El tenis es el "deporte blanco". Pero detrás de la faceta competitiva, también es una actividad que le cambia la vida a quienes lo practican de manera recreativa. Sueños teñidos de naranja y una descripción con la que los entusiastas del deporte se sentirán identificados.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 11 de abril de 2021 · 07:33 hs
El deporte blanco que genera "todos esos tonos de anaranjado"

Por Martina Funes/ tinafunes@gmail.com

Mi romance con el tenis empezó de muy chica, cuando ejerció sobre mí la misma fascinación que me provoca hoy. Me parecía casi mágico que alguien fuese capaz de mantener una pelotita en el aire cruzando de un lado a otro de esa larga red. Me alucinaban las raquetas que se usaban en esos años y que hoy son objetos de culto, de madera pintada o barnizada y cuerdas entrelazadas de tripa.

Tuvieron que pasar cerca de treinta años hasta que pude disfrutar del placer de correr para pegarle a la bola en el centro del encordado, o hasta que la raqueta le hiciera caso a mi cabeza y me permitiese ubicar esa pelota de felpa amarilla justo en el espacio de la cancha complicado para el rival.

Tenía seis años recién cumplidos cuando -en el club que frecuentábamos los integrantes de esa numerosa Tribu que es mi familia- miraba embobada, siempre de lejos por mi timidez, cómo los chicos más grandes que yo tomaban clases y jugaban. Pero lo que de veras me deslumbraba eran unos torneos que organizaba la divertida profe de tenis que tenía el club en esos años: encuentros amistosos que se disputaban en equipos.

Hasta ahí bastante normal, aunque lo verdaderamente original era que había que jugar disfrazados. Así, por ejemplo, había un conejo empuñando una raqueta Dunlop que hacía pareja con una gitana y se enfrentaban con una bruja compañera de un pirata. Y además de los disfraces la joven profesora agregaba dificultades para compensar los partidos y lograr la mayor diversión posible para todos. A los más habilidosos los hacía jugar con la mano que no sostenía la raqueta ocupada con un ramo de flores. Otra de las pruebas favoritas a las que sometía a sus alumnos era jugar en parejas pero con una de las piernas atadas a la del compañero; lo que los obligaba a correr juntos por toda la cancha para alcanzar la pelota.

Empecé a jugar de grande, y desde el día en que tomé la primera clase hasta hoy, no he podido parar. El placer, la fascinación original y la satisfacción fueron en aumento y no me imagino mi vida sin este deporte. La incomparable sensación de pegarle a la pelota con el centro de la raqueta es adictiva, como el sonido seco que anticipa un golpe bien ejecutado y sin esfuerzo extra.

Desde ese primer día, hace años, el tenis me ordena la vida. Es mi norte y eso en lo que pienso cuando me imagino en un momento y un lugar feliz. Mis actividades cotidianas se organizan en función de los partidos tengo. Por ejemplo: la reunión para organizar una conferencia es dos horas antes del partido; o cuando termine de jugar tengo que ir a buscar los zapatos que dejé arreglando.

Mendoza es el escenario ideal de los tenistas; una provincia con un clima desértico y días soleados desde la mañana temprano, en la que es extraño que llueva mucho más que el promedio de 213 milímetros anuales. Ya se sabe que la lluvia es el enemigo natural de cualquier jugador de ese deporte porque es la que inutiliza las canchas por uno o dos días. Es en esas jornadas cuando el tenista mendocino se convierte en consultador obsesivo del pronóstico del tiempo hora por hora. Sabemos cuándo sale el sol y calculamos el horario aproximado en el que se secará el polvo de ladrillo. Observamos continuamente el horizonte, los radares y cualquier aplicación que prediga con certeza el momento de nuestro próximo encuentro en una cancha.

Cuando un viaje, una lesión, o una pandemia nos alejan de este deporte lo extrañamos como se extraña al primer amor, y nos obsesiona el reencuentro con la raqueta y la pelota con insistencia maníaca. Quienes jugamos al tenis adoramos todos esos tonos anaranjados que tiene el polvo de ladrillo en sus diferentes estados de humedad y disfrutamos de detalles relacionados con el mantenimiento de las canchas y los flejes. Nos gustan además los diferentes verdes y amarillos de árboles, pasto y hojas de los clubes de tenis que frecuentamos. Y compartimos la predilección por el incomparable aroma de los tubos de pelotas recién abiertos.

Disfrutamos de correr, correr y correr, hasta llegar a esa pelota difícil, agradecemos el sol todo el tiempo en la cara, y así como aprendimos a pegar de revés o a sacar, también nos enseñaron a consolar a la compañera que falló un tanto que nos hubiese hecho ganar un game. Podemos pasar horas hablando de raqueteros, raquetas, encordados, polleras, cuellitos, muñequeras y todos los rituales relacionados.

Un partido de tenis es esa oportunidad para limpiar la cabeza. Ese momento que sirve para concentrarse, durante más o menos 12 games en cómo pegarle a la pelota, en cómo estás ubicando tu cuerpo, cuántos pasos es necesario dar para llegar al lugar indicado dentro de la cancha. Para pensar si la cara de la raqueta está abierta, caída, o en la posición ideal. Es ese espacio que nos permite meditar sobre otras cosas diferentes a los problemas laborales, la comida de la familia, o en que olvidamos llamar al veterinario para pedir un turno.

Los partidos que me interesan son los que me obligan a franquear mis límites físicos. Esos que me exigen correr un poco más de lo que pienso que puedo, los que cuando terminan -no importa si gané o perdí- me dejan la sensación de que jugué bien. Esos que al día siguiente seguirán en mi memoria porque uno o varios músculos y tendones me recordarán que ayer jugué.

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