La Máquina de la memoria

Las batallas épicas en la arena naranja

El tenis es un deporte de precisión y, sobre todo, mental. Se supone que el mejor gana, pero muchas veces ser mejor no es solo "ser el más diestro jugador". Una batalle épica en la arena naranja.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 10 de octubre de 2021 · 07:16 hs
Las batallas épicas en la arena naranja

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

Llegaron a la contienda medianamente preparados: tenían ganas, expectativas y las ilusiones intactas. No habían desplegado un entrenamiento obsesivo, ni llevaban años consolidando esa relación necesaria para entenderse sin hablar. Sin embargo los reunían el hambre de triunfos y la sed de competencias.

Uno, el mayor, tenía sus dos principales armas listas para la disputa. No había dejado nada librado al azar, si la primera fallaba, la segunda ocuparía su lugar en la mano izquierda -la que usaba para empuñar-. Su cuerpo estaba descansado y en forma para correr lo que hiciera falta, hasta caer exhausto de ser necesario. Una alarma interna, sumada a sus años de experiencia, le indicaban que lo importante en esta ocasión no se centraba en el aguante del físico, sino en la cabeza: mucha concentración y calma serían fundamentales.

Su compañero, casi 20 años menor, nació preparado; su entusiasmo y voluntad de competir eran evidentes hasta para el ojo desatento. Tenía la energía de un tornado categoría cinco que se notaba en el modo en que se movía, cuando gesticulaba, e incluso hasta cuando respiraba. Sus habilidades y reflejos lo habilitaban para desempeñar un buen papel, y estaba dispuesto a recorrer cada paso sin importar cuánto esfuerzo requiriese.

Una pareja que parecía ir de punto, tuvo un final distinto. 

Eran gladiadores listos para bajar a la arena; sólo que en este caso la arena era polvo de ladrillo: la superficie de una cancha de tenis, esa alfombra siempre naranja, en sus diferentes estados de humedad. Competían en un encuentro en parejas para jugadores de todo el país, que se disputaba durante tres días. Empezaba el otoño -esa estación que luce especialmente en Mendoza- y la temperatura estaba inigualable: 25 grados durante el día, con un sol tibio que enrojecía las mejillas y ese aire fresco de las mañanas y las noches que invitaba a cubrirse con una frazada suave.

Todos los rivales que tendrían que enfrentar los superaban en destreza para ubicar la pelota amarillo fluorescente: eran treintañeros que empuñaban raquetas desde la infancia y, sin excepciones, exhibían una gran habilidad física en sus movimientos y la manera en que impactaban cada bola. Se escuchaba un poc, poc, poc, cada vez que las cuerdas del centro de la raqueta anticipaban un golpe certero en esa goma recubierta de felpa que pesa apenas menos de 60 gramos. 

Por los senderos alfombrados de hojas amarillas del club se mencionaba, por lo bajo, que había una pareja tal vez un poco más “fácil” en esa categoría, esos combatientes sin demasiado entrenamiento y bastante desparejos en edad. Para ese dúo atípico la confianza y el entusiasmo suplieron las imperfecciones técnicas y los ayudaron a ganar con relativa comodidad los primeros dos partidos. El tercero, la semifinal, requirió una dosis extra de esfuerzo, pero para sorpresa de los más profesionales, esos luchadores -que casi no habían jugado nunca juntos- lograron imponerse en los últimos minutos del partido.

El día de la final un nerviosismo generalizado flotaba en el aire y se mezclaba con el olor de los preparativos para los asados del mediodía. Los jugadores que entraban al club con sus raqueteros al hombro eran admirados y se los trataba con el mayor respeto: el último día del torneo sólo juegan los mejores de cada categoría.

Para el tándem que jugaba de local la cosa se complicó para el partido definitivo: ese donde no había lugar para titubeos, dudas o errores. Ya desde antes de pisar los flejes de la cancha tenían bajas probabilidades de triunfar.

Es que sus oponentes, una pareja foránea, eran de esos tenistas que crecieron con la raqueta adherida a la mano y que jugaban juntos casi desde la cuna. El aire de superioridad con el que entraron al campo de juego los visitantes se apoyaba, en parte, en una actitud resuelta; y en parte, en la convicción de que no era posible perder ante unos contrincantes menos diestros.

De entrada, uno de los rivales -que era 20 centímetros más alto que el resto de los jugadores en la cancha-, hizo valer su altura en el saque, que resultaba difícil de contestar por la palanca que ejercían brazo y raqueta juntos desde ese metro noventa de estatura. Esa ventaja se notó en el primer set, donde no bastaron los swings correctos para impulsar reveses precisos y profundos, ni esas piernas incansables para frenar la seguidilla de juegos perdidos. Fue así que los locales lo perdieron por una diferencia de seis contra tres.

El segundo set arrancaba con pronóstico oscuro para la pareja dispar, con toda la presión encima para remontar un resultado que parecía garantizado para los visitantes. Adicionalmente, el sol estaba más alto y había un lado donde a los diestros les costaba mucho sacar sin encandilarse. Los visitantes mantenían su ventaja con la tranquilidad que siempre da haber ganado de entrada. Era necesario luchar punto por punto, mantener la cabeza fría, e intentar diferentes estrategias que frenaran el imparable avance de los rivales.

Los locales comenzaron perdiendo, sus primeros saques se iban largos o no lograban cruzar la red, y los ataques de sus adversarios resultaban más efectivos. De todos modos defendían los puntos con ferocidad. Sus escudos bloqueaban los embates, y uno y otro salvaban esa pelota que pasaba al compañero a gran altura con un lanzazo desde el fondo.

Con constancia y esfuerzo lograron quedar seis a seis en cantidad de games de ese segundo set y llegó el momento de definir por “tie break”, un recurso para desigualar los juegos dentro de un partido de tenis (una serie de puntos extra que tienen que terminar en muerte súbita y que se asemeja a los penales en un partido de fútbol). En estas instancias el temple de los jugadores, la calma y -sobre todo- el coraje, juegan un papel clave.

La platea de los que mirábamos detrás de la tela, estaba dividida entre visitantes y locales, pero a todos nos igualaba un sufrimiento extremo cada vez que uno de sus jugadores favoritos erraba un tiro. La hinchada visitante, que durante todo el partido interpretó que sus jugadores finalizarían el partido victoriosos y sin demasiado trámite, comenzó a cruzar miradas de preocupación hacia el final del segundo set. Con la certeza de que era el momento de echar mano de todos sus recursos y a pura fuerza de voluntad los locales lograron quedarse con el segundo set siete a seis.

El torneo había previsto un tercer set brevísimo: sólo se jugarían diez puntos, que cualquiera de las dos parejas tenían que obtener para ganar el partido. Era el momento decisivo del campeonato, ese que puede generar muchas noches de desvelo en las que lo imperdonable es haber flaqueado.

Los gladiadores emprendieron la recta final con el optimismo que les dejó la victoria del triunfo parcial que acababan de conseguir. La confianza y la calma necesarias facilitaron un inicio con varios puntos por encima, que se sostuvo hasta que los rivales lograron superar el desconcierto inicial y se sobrepusieron igualando el tanteador. Todos los que integrábamos la hinchada local estábamos agarrados de la tela que separaba la cancha del predio exterior. No nos animábamos ni a respirar fuerte.

Un espadazo de drive, ejecutado con maestría desde la mitad de la cancha, pasó apenas por encima de la red. Fue un tiro imparable que aseguró el punto decisivo al dúo dispar por diez contra ocho. Los aplausos estallaron en la tribuna mientras los cuatro contendientes se saludaban en señal de respeto: el enfrentamiento había terminado con la victoria de los ganadores menos pensados.

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