Literatura

Un inesperado regalo de una paciente a su médico

Pasó en esta ciudad, dentro del consultorio. Si reconocés a los personajes de esta historia, no lo comentes. Escuchalo aquí.

Viviana Muñoz jueves, 2 de julio de 2020 · 20:12 hs
Un inesperado regalo de una paciente a su médico

La sala de espera pintaba como todas. Esperar más de lo calculado, incluso habiendo calculado la espera. Clara evaluó pasear por el mall para matar el tiempo pero no era buen plan con Luca a cuestas. Abrió Instagram cayendo en esos tutoriales que le hacían pensar que todo era posible. Hasta sentirse plena y feliz limpiando un inodoro.

Ya eran las 7, se paró de repente y fue enérgicamente hacia la mesa de recepción, con el ímpetu que da el reclamo, la injusticia, la impaciencia… Pero bajando el tono y el orgullo como corresponde a la condición subordinada de paciente. Fingiendo respeto preguntó: ¿Le faltará mucho al doctor? La secretaria, aprovechando ese pequeño espacio de poder entre los que necesitan y los que dan, le respondió sin mirarla: El doctor llegó más tarde hoy. Cuando vea su apellido en el visor, le toca.

Clara volvió a su silla azul. Revisó la remera de Luca. Lo debería haber bañado antes de ir.

Volvió a su teléfono donde una maceta de plástico en desuso se convertía en un perchero vintage en dos cortes de tijeras y una planta crecía mágicamente gracias a un saquito de té. Cuando estaba por pasar al budín que con 3 ingredientes quedaba como una nube de limón leyó en el cartel luminoso el apellido de su marido, consultorio 8. Se levantó rápido empujando al chico por la espalda y encaró el pasillo hacia el fondo donde vio que se abría una puerta y se asomaba el cirujano.

Mientras caminaba hacia él, no enumeró las preguntas que había anotado. Pensó en cambio que no era tan grande como había imaginado, sí más alto. Acomodando un poco su musculosa, tirando los hombros para atrás, sospechó que también ella debería haberse cambiado para ir.

El médico le dedicó una mirada amable e inmediatamente pasó a recibir a su verdadero paciente. “Hola campeón.” “Choque los 5”.

Clara sintió un golpecito de ternura en el pecho por el recibimiento.

Después de analizar los estudios, el doctor, señalando la camilla, miró al chico. ¿Vamos a revisarte? Te prometo que no duele. Otra patadita de ternura, le golpeó esta vez en la boca del estómago. Era alto, sí.

¡Arriba! Esooo. Decime Luca, ¿Cuál es tu youtuber favorito? Conmovida, Clara se percató de la gravedad del tono de esa voz. Calculó metro ochenta de estatura…

Ahora yo cuento hasta tres y vos respirás toooodo lo que puedas. ¡Muy bien! ¡Qué obediente este niño! Clara sintió un cosquilleo abdominal. Esos brazos debajo del guardapolvo eran de gimnasio, sí, sí.

¿A ver esa panza? Vos me avisás si te molesta. El doctor presionaba puntos, Clara los sentía en su propio vientre, más abajo. Guauu, qué fuerte está.

Cuando encontró el dolor, el médico tomó la mano del niño haciendo un gesto de dolor él también. Ella pensó que sí, tenía un aire a Kevin Costner.

Ya a esta altura, había perdido la noción del tiempo que tanto había calculado antes de entrar al consultorio. Flotaba hipnotizada ante semejante actitud, tanta seguridad, proyectando ese ideal en su imaginario maternal. Al final había estado bien haber ido sola a la consulta. ¿Sería él también casado?

El día de la cirugía, cuando lo vio salir del quirófano, reconfirmó que sí, era Kevin Costner en El Guardaespaldas y en todas las demás. Barbijo caído, cansancio de batalla ganada, y el vestuario más provocativo de todos: el ambo de cirujano.

Pasaron dos semanas más para que Clara encontrara alguna excusa para verlo. Pensando desde el regalo más obvio hasta todos esos que reciben los médicos y jamás usan.

Fue en un mismo día, que escribió a su celular por una receta urgente y volvió al mall ignorando la agenda del doctor, pasando por alto el poder de la secretaria, el visor que no mostraba su nombre y los derechos de aquellos subordinados pacientes.

El la vio aproximándose por el pasillo, casi sin reconocerla. No había advertido que tenía esas piernas ni esa cintura tan marcada. ¿Había traído un vestido tan corto aquella vez? ¿Venía sin el hijo? ¿Por qué esa tela tan transparente no translucía ropa interior?

A cada paso, con ese vestido, con esa actitud, el doctor fue descartando la hipótesis de la urgencia. Evaluando la posibilidad de una revisación clínica para la que no se había preparado. Pensando simultáneamente en cómo proceder, y en el muchacho que en minutos vendría a sacarse los puntos. Sin tiempo para preparar la sala, la hizo pasar intentando un saludo formal. Ella entró, ella cerró la puerta y tirándolo de la solapa del guardapolvo, lo besó.

El doctor, entregándose a tan esmerado obsequio, alcanzó a cerrar los ojos, a dar una vuelta a la llave, y a dudar si esto podría tomarse como abuso. Ella sin darle tiempo para encontrar una respuesta, lo puso contra la pared y sin esperar más reacción, bajó. Y así, a la altura de la cerradura, anestesiándolo contra toda ética, demorando toda supuesta urgencia, comenzó a entregar el regalo más acorde que pudo encontrar para él.

El doctor intentando volver en sí, seguía, a esa altura del procedimiento, aún con el paciente en estas condiciones, temiendo por las posibles consecuencias. La apartó un poco especulando para decidir si cerrar o avanzar. Resolvió, en segundos, como buen cirujano experto: la alzó (no, no había ropa interior) y la acostó en la misma camilla donde había despertado en ella ese malestar que hoy venía a calmar.

Le levantó el vestido, la recorrió partiendo desde el abdomen, trazando con su boca el recorrido natural, sintiendo su perfume estratégicamente colocado que se hacía más intenso llegando a la zona a tratar que lo sorprendió con una muestra lampiña de su planificación y con la humedad acumulada por tres semanas de espera. Y ahí sí, hizo la más exhaustiva revisación que un médico haya podido hacer jamás, sin manos…

Cuando la sintió tan cerca de la rehabilitación usó todo su instrumental volcando su irrefrenable coraje dentro de ella.

Besándola como última indicación, la vio salir minutos después, ya dada de alta.

médico doctor

El doctor se acomodó el guardapolvo, salió al pasillo, intentando una actitud profesional para recuperar la agenda de esa tarde que ya se le había ido de las manos.

Miró al muchacho de los puntos que al verlo le sonrió entusiasmado como aprobando la demora. Divisó la sala de espera, esa horda de pacientes ya amontonados que volvieron a subordinarse ante él. Le hizo una seña a la secretaria para que continuara con el próximo y entendió su gesto reprobador por ese turno que de ninguna manera correspondía a ese espacio.

Sin sacarse semejante regalo de la cabeza, esperó por meses alguna señal de mala praxis. Sabiendo que había sido una intervención exitosa pero contando los días para descartar el aviso de complicaciones.

Tiempo después, recibió un paquete que abrió con la desconfianza de presumir alguna mala noticia. Respiró aliviado al ver el frasco de escabeche que el muchacho de los puntos le había dejado en recepción.

Se guardó la historia clínica sólo para él. ¿El regalo? Quedó al lado de su juramento hipocrático que intenta siempre recordar.

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