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¿Para qué nos sirve el arte a los mendocinos?

Vivimos en una provincia con casi dos millones de personas que están infinitamente más dispuestas a consumir costillas de vacas, cervezas, cosméticos y electrodomésticos, que contenidos simbólicos.
Foto: Alf Ponce / MDZ
Foto: Alf Ponce / MDZ

"Van con cielos ganados, van con el pecho abierto, no le temen a la muerte porque no buscan regreso y con miradas perfectas van recorriendo el silencio", "Caramba los pobres", Marcelino Azaguate.


Los no lugares son también contenidos simbólicos. 

No hay mucho para decir, cuando las historias son tristes o algunos de los personajes son ausencias. Aún así, sinteticemos: somos una enorme bocha de gente, casi dos millones de corazones, y la tremendamente inmensa mayoría, en su dieta, no consume debidamente el mínimo debido de contenidos simbólicos y artísticos de producción local. 

¿Cuántos de nosotros vamos regularmente a ver, por ejemplo, teatro o danza de Mendoza, a un recital de rock, hip-hop o música antigua, a una lectura de poemas o una exposición plástica (no sólo a tomar vino) o de fotos o a una peña o a un festival de murgas o a un café filosófico o a una función de stand up o de títeres? 

Y no es que no consumamos cultura, es sólo que la globalización nos ha uniformado: elegimos -de manera unánime- las producciones de Hollywood al cine nacional o provincial, aunque no nos diga o nos haga sospechar cómo somos, porque no vamos al cine en búsqueda de nuestra identidad, sino en ejercicio de uniformidad, a divertirnos un rato. 

No obstante, el arte, y también la cultura, son lo contrario, precisamente, de la uniformidad: son rupturas, cotejos con las contradicciones de uno mismo, formas de acceso a otras dimensiones de lo real, desafíos, aventuras, incertidumbres. 

Pagamos mucho dinero por ir a ciertos lugares para ser distintos y resulta que terminamos todos famélicos e iguales, como clavos de carpintero, en cuanto a identidad autóctona se refiere. 

Dejemos sentado que, obviamente, cada quien tiene derecho a hacer de su traste un tractor, si quiere; cada uno gasta su tiempo y su plata como quiere y cada uno los gana como puede; y más: cada uno vive como quiere y muere de acuerdo a cómo ha vivido. Hecha la mísera aclaración, dejemos a un lado la costeleta y lemon pie, el cyber monday y el tratamiento capilar, la factura del gas y las cuotas a Miami, el aceite Cocinero, los fideos en blanco, el guante blanco y las deudas en negro. 

La contundencia de la realidad, nuestros apuros y carencias, el cansancio y la dejadez, la permanente incitación al consumo, la permanente necesidad de subsistencia y cierta estupidez constitutiva que nos distingue, por ejemplo, de amebas, malvones y martinetas, hacen que, en principio, no gastemos cantidades importantes de afanes en surtirnos generosamente de contenidos simbólicos locales y en vivir realmente algún tipo de aventura vinculada a lo artístico, ya sea como protagonistas o como público (que vienen a ser casi lo mismo, según una buena cantidad de teóricos). 

Vivimos en Mendoza y, aunque la situación pueda encontrar eco en Manila, Pisac, Motril, Cantón, Canberra o Dakota, lo cierto es que vivimos en Mendoza y que somos casi dos millones de personas y no somos capaces de dar sustento y honor, como corresponde, a nuestros artistas. ¿Cómo? Sencillamente, consumiendo sus producciones, como cuando consumimos cine foráneo, salchichas, viajes al exterior, drogas legales o no, seguros de vida, combustibles o vino en tetra o barricas de roble.  

Nuestros tesoros no son protegidos. ¿Cómo es posible que aún no hayamos podido generar una pequeña industria cultural en torno a los abundantes talentos que nos distinguen? No todo puede estar sujeto a las ofertas y demandas: aquí falla la política y también la participación de los actores relevantes del tejido social. 

Hace unos días, algunos nos conmovimos con la evidencia de que el talentoso e inquieto dúo Nuevo Cuyo ha salido a tocar y cantar a cambio de monedas en las calles. Es una gran prueba de dignidad y resistencia de parte de los músicos, pero no debiera ser así: artistas como ellos, excelsos en sus expresiones, debieran tener mejor suerte y vivir dignamente de sus actuaciones. 

Cierto es que, aquí, la gastronomía, los juegos de azar, las estaciones de servicio, los hoteles alojamiento, las roperías y los hipermercados resultan más convocantes que una obra de teatro mendocino que nos coteja con la idea de la muerte, del absurdo, del amor impago, de la infancia perdida o de los temores perros, atados con cadenas, a nuestros huesos. Sin embargo, también es cierto que las cosas que verdaderamente nos hermosean la vida no son sencillas o evidentes, sino intrincadas, plurisignificativas y riesgosas para la llana comprensión. 

Repitamos, que cada quien haga de su traste un sacacorchos, pero, en algún momento, que ojalá llegue, deberemos procurarnos otra clase de alimentos y vestimenta y, entonces, ahí aparecerá el arte, ese plato vacío, esa experiencia de la propia desnudez que, junto a la cultura, nos constituye, finalmente, en aquello que somos. 

Si no hemos construido afanes y desvelos en torno a esa maravilla, no nos alcanzará con haber leído uno de García Márquez, tarareado alguno de Gardel o saber que la mujer que sonríe es la Gioconda y, mucho menos, con enviar a nuestros críos a clases de guitarra y talleres artísticos los sábados y hacer palmas a una cueca en la Vendimia. 

El arte y la cultura nos pedirán bastante más: cierta historia, cierta entrega, ciertos fracasos, cierto gozo; en definitiva, una actitud ante la vida. Esta idea de la cultura se apoya en testimonios, por cierto, breves en la memoria: aquellos dibujos de tu madre y aquellos libros o recitados de tu padre, las luminosas borracheras de los tonaderos del barrio, la guitarra eléctrica o la batería del vecino a la siesta, las glosas escolares, los vinilos y los vinos, los payasos crueles de los circos pobres y todo aquello que mendocinos hayan dejado a modo de herencia alegórica para otros mendocinos. 

Luego, quizás, llegarán lecturas más profundas, pero estos pequeños gestos son los que justificarán una cultura y darán, a la vez, sustento, modo de vida a nuestros artistas y hacedores en general. 

Insistamos: los no lugares son también contenidos simbólicos y las comodidades que ofrecen nos alejan cada vez más de los abismos que regala el arte, cuando ataca. 

Ulises Naranjo