Canción de amor a Leonard Cohen
"En el hoy y mañana y ayer, junto
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pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto".
Francisco de Quevedo
Ahora, voy entendiendo de qué se trata envejecer: amontonar presencias de ausencias de cosas y cosos amados y perdidos. Lo demás, como siempre, es sencillamente literaturas, ecos de un eco sin origen, ademanes que perdieron sus individuos.
De un tiempo a esta parte, no hago otra cosa que asistir a velorios de gentes que he amado y más: gentes que me amaron, así, más allá de las evidencias; vivir es ir envejeciendo hora a hora, aunque nos demos cuenta, tal vez y saludablemente, demasiado tarde. La vida, a algunos, nos regala hijos o mascotas o recuerdos, pero lo único cierto es que vamos quedando solos, como vacas en el frigorífico y cada quien lo resuelve como puede.
Anoche, por ejemplo, murió Leonard Cohen, poeta, músico, escritor, maestro zen y trovador sostenido de la melancolía. Es una pérdida que, en este instante, lamento; la lamento tanto que dejo de hacer cualquier cosa en mi trabajo y me pongo a escribir como quien coloca piedras en otro de sus sepulcros sagrados (un día, serán tantos que sólo nos salvará el egoísmo o la propia muerte).
Siendo joven, y preferentemente de noche, me veía frecuentemente asaltado por ese regusto del abismo, ese coqueteo con los testimonios del absurdo, esa constancia de la estupidez humana constitutiva. Eran las noches viernes 3am, las noches Cohen (hoy las llamó así, en otra ocasión serán las noches Pessoa o Cioran o Beckett o Quevedo o Larra o tantos otros) en las que el mundo lucía pesadamente desnudo, descarnadamente lúcido y vacío. Eran las horas en que las horas pesaban, desparramadas en la habitación con fastidio y belleza.
Todo el transcurrir del mundo era el leve movimiento de una clepsidra y todo me sucedía a mí; eran los años de la poesía y el estupor, de los excesos y más excesos, de las palabras floreciendo con sus mentiras, de los amigos al borde del abismo, de las mujeres hermosas como galgos a contraluz, de los deslumbramientos y los odios y los afanes y los viajes y la aventura como expresión de los deseos y de la muerte como coqueteos sin frutillas de los postres.
Entonces, siempre venía bien una canción de Cohen como banda sonora de la caída y, tal vez, un puñal de licor de cerezas o un Oporto y alguna droga indebida y algún un libro abierto de Idea Vilariño o Clarice Lispector o Manuel Vicent, por ejemplo, y alguna novia muerta como si durmiese -dormida como si muriese- en algún sitio de la cama y un bocinazo o una pelea entrando por la ventana del derpa de alquiler.
No extraño, ciertamente, aquellos silencios que terminaban en poemas. No extraño tampoco los poemas. Misteriosos son los caminos de la belleza y la nutrición y las transformaciones me fueron llevando a esto que soy: un organismo menos osado, sí, pero también menos torpe, indudablemente.
Ahora, ya mayor y por elección, la vida me ha ido otorgando un sentido que me excede: la incondicionalidad del amor hacia mis hijos, por ejemplo, se ha convertido en una bendición que asesinó me sentido de la inmortalidad. Ahora, prefiero, más que nada el mundo, regar al anochecer las plantas de mi jardín, amar francamente a mi mujer y azorarme incansablemente ante la pureza de su mirada; caer sobre mis hijos como un kamikaze y acariciar a mi perro y su indecible tibieza.
Sin embargo, cada tanto, pero no tanto, detengo este paraíso de presencias y vuelvo a Leonard Cohen y sus tristezas, a algún viejo disco de Spinetta o las trémulas gacelas de Lorca para encontrarme a mí mismo en aquellas soledades insobornables.
Leonard Cohen ha muerto y con él, también, en este instante, mi vida queda en suspenso, azorada por aquellas bellezas salvajes, y también agradecida, por estas bellezas que supe conseguir desde mis manos.
Ulises Naranjo.