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Algunas razones por las que rompemos almas

Podríamos haber sido de otra manera, pero nos llevaron a ser violentos y éramos tan lábiles e ignorantes, que nos entregamos a la ceguera. Una postal de la violencia social.
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"Violencia es mentir", (Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota).

 

La privación de cultura y, últimamente, los callejones del sistema capitalista nos llevaron a ser violentos. No tengo dudas: pudieron llevarnos a otro lado, a otro lugar, uno más adecuado y tibio, hacer de nosotros menos peores personas, pero a nadie le importó nunca nuestro destino. Entonces, nos convencimos del abandono y nos entregamos a ser violentos y no hicimos nada para mejorar y nadie hizo nada por adecentar esta absurda piedra planetaria. 

Pudimos haber sido de otra manera, pero los hilos de marioneta de los poderosos y sus deidades adineradas nos llevaron a ser violentos: el sistema mismo es generador de violencia. Y nos arrastraron nuestros mayores porque ellos mismos lo son: ejercen violencia, aunque con suertes diferentes. Ellos han determinado que la calle sea una jungla y tu prójimo, una amenaza. Por eso, nos comportamos como nos comportamos, aunque seamos, al fin de cuentas, culpables de ser esto que somos: malos perros. 

Inicialmente, al nacer, digamos, éramos como todos: inofensivos y lábiles e inocentes y tan ignorantes y despojados, que nos convertimos en violentos, porque aquel fue el primer lenguaje que recibimos; y nos quedamos con él, a falta de otros lenguajes. Y crecimos, sin distinguir mayormente la caridad, de la justicia y la mala suerte de la injusticia y el orden, de la represión y la falta, de la culpabilidad y el amor, de la rutina y cuando nos apartamos diez cuadras de casa, nos recibieron con hachazos y púas y campos minados. 

No busco que nos justifiquen: merecemos nuestros avernos, porque está claro: pudimos elegir ser apropiados y no lo hicimos. Pudimos haber hecho caso, por ejemplo, haber sido sumisos, tratarlos con altura, ser apropiados, limpios en nuestras carencias, silenciosos, disciplinados en nuestros horarios y quejidos, obedientes de sus consignas y sus credos, discretos en nuestras agonías y placeres, pudimos haberlos reverenciado, incluso. Pudimos habernos restado importancia y ser más conscientes de que nos destinaron a los rincones para emular el estilo de vida de las ratas. 

Ahora lo veo bien: pudimos sencillamente haber cumplido con todas sus órdenes, pero en cambio -y brevemente- decidimos oponer estúpida resistencia y fracasamos y nos frustramos y como toda forma de respuesta, repetimos el esquema y nos desquitamos con el prójimo desvalido y, al final del día, nos emborracharnos hasta caer sobre sucias camas para olvidarnos de todo, que eso es el sueño, un olvido momentáneo del todo. 

Ellos sabían lo que querían de nosotros. Nos hicieron usar las manos y las espaldas. Y lo hicimos: las fortalecimos y, como guerreros tribales, las decoramos con cicatrices y las maltratamos cada invierno, cada verano, y las subimos a carretelas, bicicletas, camiones y colectivos, e hicimos que soportaran pesos diversos y dietas poco ventajosas y hasta las tendimos, íntegros, para el chicote, la moneda y la migaja.

Rehenes de la plutocracia, nos llevaron a convertirnos en esclavos modernos: pudimos haber sido ascetas, anacoretas, hippies, penitentes o místicos, pero no quisimos ni supimos transitar tales experiencias y terminamos la torpe faena prisioneros de nuestro propio sustento, del fideo y del aceite, de la harina y del tetra, del faso y del celular, del asado y el televisor. De hecho, pudimos haber seguido dietas rigurosas y lecturas elevadas; entregarnos a la espiritualidad, al idealismo, al despojo y la oración, pero no: fuimos malos, flojos, desalmados, quisimos vivir un poco como ellos y no supimos cómo hacerlo y, quizás por lo mismo, ejercimos la falta de toda forma de donaire y de todo manual de protocolo: nunca supimos comportarnos del modo apropiado, que eso, al fin, nos estaban pidiendo ellos, ser buenas mascotas, no mucho más.

Así, fuimos groseros, pues nos apartamos de toda tendencia de la moda, de todo sentido glorificado de la estética, de toda posibilidad de consagración por la apariencia, de todo ceremonial del aspecto, de toda curva del arte, de todo desfile de cuerpos inverosímiles, de toda sonrisa de dentaduras perfectas y angélicos gestos que nos dolían en el pecho: vimos ese mundo pasar desde el otro lado de la calle, lo vimos como se vive un banquete de recién nacidos o una bacanal de vírgenes o un escándalo de mariposas. Siempre ajenos.

Nada nos pertenecía. Todo se alejaba de nosotros con la certeza de un ácido. A ellos -opulentos o aventajados o excepcionales o laboriosos- los vimos pasar como a una caravana de vehículos polarizados camino al aeropuerto. Los oímos, vagamente, designar en tres idiomas, sonreír como violines y amar con delicadezas inusitadas, con gestos de conejos o torcacitas. Ellos, los no-violentos, nos mostraron el hueso y nos acortaron la cadena y no supimos renunciar; sencillamente, todo esto se trata de que no supimos renunciar y lo resolvimos del peor modo.

La verdad, si acaso la hay, es que nos dejaron afuera. Nunca fuimos como ellos ni lo seremos, está claro, pero ellos nunca quisieron compartir con nosotros y nosotros nunca aprendimos a bajar la testa como un toro senil y ensombrecido. 

Nuestro orgullo es tan grande como la penitencia que merecemos. Somos pocos, en verdad, pero nos merecemos mucho. 

Y es que fue así: entre todo un despliegue de posibilidades más dignas, elegimos la no aceptación de la derrota, de los magros dedos del presente, de las antologías de chascos que vivimos, de la repetición de la caída como toda versión de resultados. Nos faltó paciencia y la sangre se acumuló en nuestros puños. 

Otros, la inmensa mayoría, no obstante, pudieron lograrlo, pero nosotros, no. Otros mantuvieron la inocencia a la par que la ignorancia, la sumisión discreta, el afán de obediencia, los míseros proyectos a futuro, la timidez del ínfimo ahorro, la decencia sin máscaras y hasta el amor, como un cobertizo cobarde ante la menor amenaza de tormenta. Algunos otros, muchísimos otros, nacieron y murieron víctimas, nada más que víctimas, naturalmente víctimas; nacieron y murieron y nadie nunca jamás dio ni dará una ínfima plegaria por sus restos, vivos o muertos: son lo mismo que nosotros, pero al revés. 

También hay otros -los hubo, los hay y los habrá- que, siendo distintos de tu mugre y de la mía, siendo privilegiados que echan siestas en cunas de oro o al menos en sábanas limpias, siendo aceptados en el tejido, son, sin embargo, feroces y solapados, violentos animales desde la altura; seres perversos que viven y matan sin jamás arrodillarse ante culpas y castigos. Son peores que nosotros, pero nadie jamás los señala por las calles y son parte de los fabrican las piedras que nos arrojan y los escupitajos que nos bendicen. Los violentos, todo lo saben, habitan en todas y cada una de las capas sociales. 

Por todo esto, y porque nunca aprendí a amarte ni a amarme, porque jamás he sido feliz, porque fracasé en todos mis senderos, porque apenas manejo un puñado torpe de palabras, porque conocés cada uno de los verbos de mi miseria, de las fotografías de mi decadente intimidad, porque convivís con mis elementales conocimientos del mundo, porque sos representación femenina de mi abanico de decepciones y fracasos y porque sos más débil, sobre todo porque sos más débil, insoportablemente más débil y, tal vez, más inocente que yo, te tiro encima mi desquicio de mula ciega, como lo he tirado de generación en generación y por los siglos de los siglos. Mi puño baldío y mis ojos enrojecidos ya habitan en el infierno: es hora de enviar el resto. 

Ulises Naranjo