Canción de amor al compás de las condenadas
Mientras se acuartelan policías en Córdoba y encapuchados saquean la ciudad, ellas y ellos bailan frente a ellas, mientras alguien sufre un ataque cardíaco, alguien compra cortinas de baño, alguien cruza la calle y alguien fuma a escondidas y alguien traiciona a alguien.
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No hay mucho más que decir al respecto, pero lo diremos de todos modos, si, al fin y al cabo, el lenguaje todo no es más que un estiramiento innecesario, una coreografía para ciegos bajo el agua.
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Las miramos y los miramos. Son, sencillamente, todo aquello que perdimos, caminando a nuestro alrededor como gacelas encantadas y encantadoras, girando mientras charlan, como en una calesita de pueblo, riéndose con dientes de tigres que te perdonarán la vida, porque no tienen hambre de vos.
Es una mañana estupenda, tal vez demasiado calurosa. El Borbollón, sabrán, visto desde el cielo, es un vestido estampado abandonado contra el piso.
Es una mañana estupenda, bastante calurosa, en realidad y estamos ingresando a la cárcel de “El Borbollón”, la Unidad Tres de Mujeres, precisamente, donde este puñado de bellezas, Documento Nacional de Identidad en mano, se disponen a ingresar a uno de los infiernos conocidos, conocidos pero tan poco conocido.
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El infortunio ha querido que una paloma, que anidó en el techo de la capilla de este viejo monasterio, ahora prisión, pierda un huevo o dos (tal vez, rodaron, tal vez los empujó la paloma sin querer, quién sabe), y se estrellaran contra el piso y el hedor es fulero, pero, bueno, chicas y chicos, la vida es fulera a veces, un huevo podrido, casi a punto de la luz.
Estamos adentro y ponen música. De a poco, las mujeres de la cárcel van bajando de sus celdas, con sus cuerpos arrastrados por la tormenta y sus tatuajes como banderas, como vestidos estampados, como huevos de paloma estrellados contra el brazo.
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No hay mucho más que decir. Ellas están bailando: bailan mientras alguien revuelve en la basura, alguien pinta al óleo, alguien arregla un generador eléctrico, alguien sueña que no ha muerto, alguien nace a los gritos y algún puñado por ahí hace cola en un cajero.
Las mujeres encerradas las miran como a…, no sé, como con una ternura venida quién sabe dónde. ¿Viste cuando una brisa mueve flores en un jardín o cuando un viento sacude melenas de palmeras? Bueno, algo así, las miran como si miraran algo así. Las miramos así, entre mates amargos, jugos Naranpol, y rodajas de pan que trae una niña en una bolsa de nylon blanco.
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- Desconfiá de la gente que no sabe bailar.
No viene mucho al caso, pero eso pensamos, mientras ellas y ellos bailan y ellas miran, sentadas en banquitos de plástico blanco y, de las ventanas de calabozos, cuelgan bombachas y corpiños excesivamente tristes y el agua del termo ya ni tibia, ya ni mucha.
Ulises Naranjo.






