Viaje al corazón del conurbano: así es vivir donde Morena fue asesinada
La inseguridad no es el único problema que aqueja al Gran Buenos Aires. Los municipios se transformaron en pequeñas provincias con independientes códigos y procedimientos que, ante la ausencia de un estado provincial que los involucre, terminan anarquizando todas las soluciones.
Es terrible. Genera impotencia. Provoca incertidumbre y una zozobra inenarrable cada vez que el teléfono suena después de las once de la noche. ¿Qué pasó? ¿Algunos de nuestros hijos tuvo un problema?
La alarma vecinal suena, casi diariamente. Al principio, todos los vecinos salen de sus casas. Con el correr del tiempo, y la fatiga de estar siempre en un proceso similar al de un simulacro de evacuación, la gente se queda en sus casas. Sigue por el grupo de inseguridad si sucedió algo grave, que lo reporta el propio damnificado en más de una oportunidad, a los gritos y llorando.
Esto es lo que le pasa a una persona que vive en cualquier barrio trabajador o de lo que era considerado clase media, con la puerta a la calle, con el timbre inhabilitado para evitar atender alguna demanda no presupuestada, desde ropa hasta dinero para comer.
Es el mismo lugar donde toda la cuadra ha sufrido el robo de la llave de paso del agua corriente porque era de plomo o de cobre. Y que también se dio cuenta, de un momento para otro, que no podía encender la estufa o cocinar porque el flexible le fue extraído. Las casas de compra y venta de metales y depósitos de chatarra se han multiplicado a lo largo y ancho del conurbano, como también las armerías clandestinas.
Esa misma gente que tiene que convivir con la delincuencia, además, ahora no llega a comer tres veces por día. Los merenderos, escuelas y centros de distribución de mercadería siguen con demanda extra. Es desesperante. Empiezan a verse personas viviendo en las puertas de las casas. Ni que hablar de las que ya eligieron los bancos y cajeros automáticos para hacerlo.
Más sofisticados, en el Camino del Buen Ayre, los gobiernos municipales y provinciales, con cierta complicidad porteña que también participa en el directorio de la empresa que recibe los vuelcos de la recolección de residuos en el Parque, aceptan y pactan con bandas clandestinas el tratamiento de los materiales reciclables, la compactación de plásticos y neumáticos como así también el entierro ilegal de cascotes, ramas o desperdicios producidos por las obras domésticas que se realizan en toda la región.
Son organizaciones mafiosas que impiden que nadie más pueda hacer ese trabajo. Imponen el costo y una cuota mensual a quienes se ven obligados a enviar ahí sus residuos. Lo hacen porque no hay otro vuelco habilitado, ¡oh casualidad!, por el gobierno bonaerense o el municipio.
Durante los últimos veinte años han proliferado asentamientos cuya ley es el del jefe que lo armó. Sus lotes, todos clandestinos, sin mensura ni planos aprobados, sirvieron de base para gente que fue siendo arrojada del sistema tradicional habitacional y, también, por los delincuentes que saben que sus pasillos son insondables para cualquier autoridad estatal.
Los chicos armados empezaron a verse en las escuelas. Los docentes quedan inertes ante amenazas constantes. Los colegios dejaron de ser un lugar de formación para transformarse en un ámbito de contención. ¿De contención de qué? De infantes con padres ausentes, con problemas de consumos varios y sin ninguna práctica laboral conocida.
El crimen de Morena, atravesó a la sociedad por su impacto y desidia, y es algo que se ve y se percibe todos los días en cada parada de colectivos, andén de tren o camino donde hay un largo paredón o descampado. Todo sirve para arrebatar algo, lo que sea. La diferencia entre la niña del barrio Diamante con cualquier otro episodio de Lomas de Zamora, Esteban Echeverría, General San Martín, La Matanza, Tres de Febrero, José C. Paz, Escobar, San Miguel, San Isidro, Pilar, Florencio Varela, Morón o Merlo, entre otros tantos municipios del Gran Buenos Aires, es el nivel de violencia aplicada y, fundamentalmente, el daño posterior.
Todos los chicos o adultos asaltados pueden morir en el instante. La distancia entre la vida o la muerte es si el tirón que sufren es pasible de muerte o si su cabeza pega de determinada manera contra un cordón o andén o si la cuchillada penetra en un órgano vital.
Las paradas de colectivos se transforman en tours vecinales, donde los padres acompañan a sus hijos y los adultos se conectan entre sí para, por lo menos, tener la prevención que, en caso de algún episodio violento, alguien avisará.
Los motochorros son habituales. Tienen zonas liberadas por días o semanas. Una vez que la alerta se generaliza, desaparecen hasta nuevo aviso. Los raides delictivos siempre tienen una ruta prefijada. Es la que los comunica con las vías de fácil huida.
Para peor, la complejidad de la solución es proporcional a la cantidad de instituciones oficiales que intervienen. La policía detiene, el fiscal libera según sea el nivel del delito denunciado. No se toma en cuenta si fue el primero, el tercero o el quinto, aunque fuera de mínima gravedad.
Las comisarías están abarrotadas, sin gente, entonces, es mejor dejar a los delincuentes afuera que adentro. No importa la edad, pero, si son menores, la excusa está a la vuelta de la esquina. No pueden mezclarse con los presos adultos.
A su vez, los jefes de las dependencias policiales, deben “negociar” el ingreso de algún detenido a las penitenciarías o alcaldías de la Provincia porque también estas están abarrotadas. Entonces, hay tarifas. Cien kilos de carne por mes, elementos de limpieza, colchones, elementos varios o, en algunos casos, otra solución más directa. Una vez cumplimentado este paso, el detenido en la comisaría puede cambiar de lugar.
Los vecinos de los propios malvivientes que sufren a diario de sus actividades delictivas deben mantenerse pasivos e inmóviles. Cuidado con denunciar o reaccionar. Si sucede, quien lo hace recibirá el castigo que se merece por “buchón” y si no lo tendrá su hijo, familiar o cualquiera de su círculo más íntimo.
No hay que ver ni escuchar. No hay que protestar. Porque también se cambiaron los métodos y las formas. La droga destruyó todo lo que anteriormente estaba sobrentendido.
En el barrio no se robaba y a los vecinos se los cuidaba. No por ser buenos, sino porque no se podía hacer “bardo” en el lugar donde se vive, sino las autoridades desbarataban todo. Pero la plata de la marihuana, la cocaína, el paco y otras sustancias destrozó todo. Inclusive a las autoridades que deben prevenirlas.
Los padres que antes encontraban a sus hijos en una actividad dudosa los encerraban, los castigaban y les imponían severas sanciones directas. Hoy, esa autoridad familiar no existe o está tan resentida que no puede ejercer ningún límite primario.
En otros casos, como sucedió en el caso de uno de los menores participantes de la banda de los Madariaga, que terminó matando a Morena, a los padres le preguntaron si no querían internarlo para ser recuperado de su tremenda adicción. El papá se negó. Lo necesitaba en la calle para que siguiera proveyéndole del sustento diario.
Familias honestas, tradicionalmente arraigada en los centros urbanos o periferias donde la droga penetró, terminan cediendo ante el terrible volumen de dinero. Cuando no lo hacen, directamente se mudan del lugar y abandonan el espacio que los vio nacer.
Ahí también se genera el segundo problema. No hay quien limite ni organice nada. El puntero político o dirigente también se va. No puede lidiar con las nuevas generaciones, ya irreverentes de por sí, que en cualquier momento, sacados o drogados, no dudaría en meterle un tiro si cree que puede peligrar su ingreso monetario.
El Estado baja los brazos. Juega a “regular” y “manejar” el delito. Ese tiempo, después de Morena, quedó claro, llegó a su fin.