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Vitivinicultura: el problema es estructural

Escribe el diputado nacional Federico Zamarbide.

martes, 19 de marzo de 2019 · 10:36 hs

Los cambios culturales de las sociedades implican también cambios en sus relaciones económicas y en sus parámetros de consumo. Hasta fines de la década del 70, en la Argentina teníamos largas mesas familiares y tiempos prolongados de descanso en los almuerzos, en los que el vino era la compañía ideal. Una bebida noble, debidamente rebajada con soda, que hasta los menores consumían como parte de las comidas.

La casa en la que pasé mi primera infancia, en Vicente López a ocho cuadras de Capital Federal, era una bodega con las piletas de vino en el subsuelo. Construida en la época de oro de la vitivinicultura argentina, allá cuando llegamos a tener 92 litros de consumo de vino por habitante por año. De esa cifra, llegamos a los 18 litros por año en el 2.018. Una caída en la demanda tan estrepitosa, hace tambalear a cualquier industria. Sin embargo, la vitivinicultura sobrevive y se reinventa, en parte debido al tejido social que genera y la sostiene. El minifundio y el desarrollo territorial que el mismo implica, es materia de orgullo para la Provincia de Mendoza, donde naturalmente se dio una “reforma agraria” que más de un socialista envidiaría. Si bien esto genera el problema de no alcanzar las ventajas propias de la economía de escala, si desarrollamos esquemas asociativos el minifundio es un valor, no necesariamente un problema.

Fui parte de la Mesa Ejecutiva de la Corporación Vitivinícola Argentina, y defiendo las campañas de promoción del Vino Argentino como Bebida Nacional, con personajes populares e incentivando el consumo de vino en la forma correcta de beberlo: como a uno le guste. Hoy la industria paga los errores de publicidades que sofisticaron el consumo de vino haciéndolo ver como un producto inaccesible, sólo reservado para un selecto grupo de iluminados que saben “cómo tomar vino”. Así hemos visto a los famosos muevecopas que toman el vino a temperatura ambiente con temperaturas de 37°, porque “es pecado echarle hielo”. Campañas de marketing exactamente contrarias tuvieron las bebidas con las que competimos, promocionando el consumo refrescante y “ligero”.

Ahora bien, más allá de que mejoremos e invirtamos en promoción, los 90 litros de consumo per cápita anuales NO VAN A VOLVER. En el 2010 logramos “amesetar” la caída en los 25 litros anuales. Para compararnos con otros países del mundo, EE.UU. tiene un consumo de 11,6 litros, España de 21,48, Brasil de menos de 2 litros. ¿Qué nos hace pensar que podemos ir contra esta tendencia mundial? Desde la década del 90 en adelante, la importancia de una dieta saludable marca tendencias de consumo. Cada vez menos gente trabaja con horarios cortados, y el almuerzo es liviano, sin alcohol.

A pesar de esta drástica reducción del consumo de vino, la superficie implantada con viñedos no ha variado tanto en los últimos 50 años a nivel país. De hecho, en 1960 se cosecharon 13.348.156 quintales, y la estimación para el corriente año es de 17.200.000 quintales. Es decir, aumento de la producción de un 26% con respecto a los años dorados del sector, mientras que la demanda interna se derrumbó. Si los viñedos producen se consuma mucho vino o no, y las bodegas tienen capacidad ociosa, una de las probables salidas es que el vino no sea el único producto para nuestras uvas. En ese sentido, no sólo el mosto es una alternativa. En Brasil, el consumo de jugo natural de uva “explotó” dado que se trata de una bebida nutritiva y saludable, una oferta que acompaña la demanda de productos ligeros. Tomando estos ejemplos concretos, estamos trabajando junto a actores del sector en propuestas que implican facilitar el desarrollo de estos productos.

Siguiendo el ejemplo brasilero, podemos ver que las bodegas de dicho país están apuntando hacia la producción de jugo de uva y concentrado como consecuencia de la caída en el consumo del vino de mesa. A partir de los 19 millones de litros de jugo de uva producidos en el 2.002, la producción fue creciente. Si bien esto aún es incipiente y los números no son comparables a los de la industria argentina, nos marca una tendencia clara. Cabe destacar que, igual que en nuestro país, el Ibravin (Instituto Brasileiro do Vinho) financia una campaña de “valorización del vino brasileño”, con importantes gastos de marketing para sostener el consumo interno e impulsar las exportaciones. Reitero: la campaña de promoción del consumo interno desarrollada por la Corporación Vitivinícola Argentina fue muy buena. Ahora bien, debemos pensar que cada peso invertido en fomentar el consumo de jugo natural de uva (aprovechando la tendencia a la alimentación saludable) probablemente tenga, en el mediano plazo, más impacto en el mercado que cada peso invertido en fomentar el consumo de vino.

Se estima que 500 gramos diarios es la cantidad adecuada que el organismo debe ingerir como parte de una dieta saludable. A pesar de ello, los hábitos alimenticios, el valor de frutas y verduras hace que muchas veces esta cifra sea difícil de alcanzar. Para los brasileños, el consumo de jugo de uva ha sido una opción para cubrir esta necesidad nutricional.

Quiero destacar que valoro el papel del INV como organismo de contralor de la actividad. Seguramente es el vino el producto alimenticio más controlado en nuestro país. Eso nos ha permitido también posicionar nuestra Bebida Nacional como un producto noble y de calidad, después de la costumbre de algunos pocos bodegueros de “estirar” el vino con agua o adulterarlo hasta extremos fatales. Sin embargo, el escenario actual es distinto al de hace 30 años, ya que la tecnología nos permite detectar, por ejemplo, en el producto terminado si el agua es exógena o propia del proceso de vinificación. Aprovechando estas tecnologías, el control que asegura la genuidad del vino no debe implicar trabas que impidan el desarrollo de otros productos en la industria.

Actualmente, por ejemplo, para desarrollar jugo de uva una bodega debe construir una nave nueva. Esto hace desistir a firmas en su intento de incursionar en otros productos diferentes al vino. Insisto, el control debe seguir siendo estricto sobre el vino (pudiendo incluso agravar las penalidades para quienes adulteren el producto) pero ello no debe impedir que podamos diversificar y generar nuevos mercados. La única forma de resolver el problema estructural es generar demanda para lo que nuestra región produce, y ello permitirá defender el precio de la uva para nuestros productores.

Los operativos de compra de uva son mecanismos útiles para esta coyuntura, pero para que el sector se desarrolle necesitamos resolver nuestra escasa demanda. Caso contrario, el Estado mendocino (gobierne quien gobierne) no podrá sostener el precio en temporadas reiteradas con buenas cosechas. Si no diversificamos nuestra producción hacia otros mercados con productos alternativos o complementarios a la vinificación, competiremos en un mercado cada vez más chico. Tenemos una oportunidad si decidimos adaptarnos al mundo y al consumo, y no pretender que el mundo se adapte a nosotros.