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Opinión

Sanear la democracia

Un cuarto de siglo de vida democrática no alcanza si todavía seguimos padeciendo el vaciamiento de la política, una justicia subordinada al interés político, la pobreza y la exclusión. Y la falta de acceso a una buena educación. Una reforma política capaz de perfeccionar los instrumentos de la institucionalidad debe ser el próximo desafío.
Veinticinco años de institucionalidad ininterrumpida son un logro invalorable para nuestra historia. Durante este cuarto de siglo la Nación parece haber aprendido de los errores del pasado, del profundo dolor que significaron los golpes de Estado y de las malformaciones que crearon.

Sin embargo, no podemos permitirnos la miopía de creer que con el periódico ejercicio del voto y de la renovación de autoridades el sentido último de la democracia está cumplido. Por el contrario, durante estos 25 años hemos visto cómo muchos compatriotas se han sumido cada vez más en la pobreza, en la exclusión y en la marginación. Por ende, decimos, la democracia argentina no ha sido capaz de resolver aspectos básicos de la calidad de vida de sus compatriotas. Se trata de gente que no accede a un nivel educativo -además- que le permita más tarde hacerse un lugar en la sociedad, cuando no en la política, lo que transforma el proceso en un círculo vicioso.

A pesar de ello, todos los argentinos defendemos este sistema, y aún con sus contratiempos, apoyamos este estilo de vida. Ello no nos priva de pedirles a nuestros dirigentes que puedan estructurar mejores estándares cívicos. A esta altura, urge una reforma política capaz de transparentar desde la financiación de las campañas, hasta los procesos de selección de candidatos y obviamente, la eliminación de una buena vez de las listas sábanas.

Los partidos políticos -que hoy están casi vacíos de verdaderos cuadros y plagados de personas que se sirven de la política- tienen que asumir en este sentido un compromiso absoluto con el mejoramiento de la democracia. En los últimos años se han convertido simplemente en maquinarias electorales, despegadas de las necesidades de la gente, y al servicio de una estructura clientelar que entiende la política no como un servicio público, sino como un negocio capaz de cooptar oposiciones, dirigentes, jueces, y voluntades por el poder de la biletera.

Aquellos grandes partidos populares nacidos al calor de las luchas históricas ya no son usinas de pensamiento, ni escuelas de formación de cuadros que reaseguren futuros dirigentes. Apenas son cáscaras vacías, cuya mayor pasión son las intrigas internas o las pujas de poder que otorga la burocracia partidaria.

Es imprescindible, si queremos efectivamente más y mejor democracia, romper ese círculo vicioso que hace que justamente las amplias capas de ciudadanos que no tienen acceso a los bienes elementales, ni a los contenidos simbólicos que aseguran la educación y la cultura, puedan ejercer con plenitud sus derechos políticos.

De lo contrario, seguiremos alimentando un sistema que desde la democracia no hace más que socavar sus bases de igualdad, ampliando cada vez más la brecha que separa a los incluidos de los excluidos.

Tomar conciencia de esta realidad, aplicar todas las herramientas necesarias para el cambio y ejercer, efectivamente un control ciudadano de las variables que posibilitan la vida en democracia, son sin dudas el mejor homenaje que podemos hacer en estos recién cumplidos 25 años de democracia.