Presenta:

Opinión

Recordando a Casullo

Se lo veía en el sur del Distrito Federal mexicano, donde se expande el monumental predio de la Ciudad Universitaria, o en la Comisión Argentina de Solidaridad (CAS) a cargo de Noé Jitrik, donde se conjuntaba un nutrido grupo de intelectuales, en los años duros e intensos del exilio.
Desde las tristezas de la distancia y la acogida amable de las instituciones universitarias del país azteca, Nicolás Casullo (foto, abajo) era uno más de los que vivía la Argentina como pérdida irreparable, y la imposición de la dictadura como frustración desoladora. Desde las páginas de la revista “Controversia”, incontrovertiblemente argentina, discutía con Aricó, con Del Barco, con Schmucler, con Bernetti, qué es lo que nos había ocurrido. En qué habíamos fallado como estrategas del cambio social, limitados ahora al exilio como escape de la muerte. Por qué debíamos llorar a tantos camaradas y amigos. Y qué podíamos aún esperar de esa patria lejana y añorada.

Lo volví a ver en la Buenos Aires de los tiempos alfonsinistas, agitados aún por el fantasma carapintada. En su Instituto de Investigación situado en un piso de la esquina de Córdoba y Callao, añoso edificio en que compartía espacio con el IDEAS (Instituto de Estudios y Acción Social). Tenía un ánimo intransigente, pero siempre dispuesto a la aventura intelectual: fue en esa condición que compartió con el hoy reconocido Ricardo Forster la presentación de uno de mis libros, en la mítica Ghandi de la Capital.

Allí desgranó su espíritu polémico, siempre presente. Con Forster él había compartido el tratamiento de la posmodernidad cultural, y asumieron el gusto por la filosofía y el arte, expresado luego en su revista “Confines”.

La compilación que Casullo hizo sobre el tema posmodernidad, fue un hito obligado sobre esa temática en nuestro país. Luego escribiría otro texto sobre la modernidad nunca cerrada, donde mostraba su afinidad con la crítica social entendida como irrenunciable, con cierta tradición alemana, y con la obra de W.Benjamin; y donde expresaba elegantemente su rechazo hacia la vulgata cultural de moda, que llamaba “apocalípticos” a los pensantes, y pretendía que la televisión cumplía una importante función para la sociedad. Desde la dirección de la maestría en Cultura y comunicación, combatió contra la banalización de la teoría planteada por autores entonces muy encumbrados.

Me tocó verlo por vez última –personalmente- en el Congreso Internacional de Filosofía de San Juan, julio de 2007. Una gélida mañana propia de territorios soviéticos, discutió con colegas acerca del rumbo actual de la noción de socialismo y de los ímpetus de revolución.

Todavía me tocaría verlo por TV, como miembro de Carta Abierta, espacio que salió a enfrentar a la nueva derecha montada sobre el conflicto de la patronal agropecuaria. Su estilo brillante –junto al de Forster- mostrarían cómo nuevos lenguajes pueden introducirse a la política, y cómo puede hacerse definida defensa de ciertas políticas de un gobierno sin tener compromiso específico con el mismo, desde la autonomía intelectual y la posibilidad de criticar también las limitaciones y las fallas.

Nos faltará un poco a quienes lo conocimos, y hemos sentido su muerte como dolorosa sorpresa. Con ella, algo se ha desgajado en el espíritu de esa generación que hizo de la revuelta social y cultural, su sueño y su desvelo.