La historia secreta de Elsa Sánchez: esposa del creador de El Eternauta

Antes de que su vida se transformara en una pesadilla, Elsa Sánchez creía haber encontrado en Héctor Oesterheld, creador de El Eternauta, a un compañero con quien construir algo sólido. Se conocieron en el Club Arquitectura, en Vicente López, en un encuentro que parecía destinado. Ella tenía 18 años. Él, 24.
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“Lo conocí como Sócrates”, contaba Elsa en una entrevista años más tarde. Así lo llamaban sus amigos. Otros lo llamaban “el alemán”. Para ella, en cambio, fue el hombre que la deslumbró con su sabiduría. El mismo con el que se casó en 1947 y tuvo cuatro hijas.
Se mudaron a Béccar, a una casa frente a la estación del tren. Ahí comenzaron una vida de rutinas tranquilas, libros por doquier y un futuro que parecía luminoso. Pero también fue ahí donde ella empezó a entender que había algo inquebrantable en él: su necesidad de escribir.
Elsa no entendió, al principio, su decisión de dedicarse a las historietas. Era un hombre culto, políglota, con formación científica. Cuando le dijo que quería guionar historias gráficas, ella pensó que estaba bromeando. “Casi me divorcio”, dijo una vez. Pero no lo hizo.
Vivieron décadas entre papeles, silencios y luchas. Él se transformó en una figura reconocida en el mundo del cómic. Ella lo acompañaba, aunque sin entender del todo por qué elegía esa forma de expresión. Era un lector voraz, y también un pensador inquieto.
En los años setenta, cuando la violencia comenzaba a desbordarse, Elsa y Héctor veían cómo sus hijas crecían en un país cada vez más oscuro. Militantes, comprometidas, fuertes. La tragedia no llegó de golpe. Fue cayendo como un telón, uno por uno.
La dictadura arrasó con todo. Héctor desapareció. Luego sus hijas, dos de ellas embarazadas. Quedó Elsa, sola, con dos nietos. La familia Oesterheld, que alguna vez fue numerosa y bulliciosa, quedó reducida a una abuela y dos niños que ya no volverían a ver a sus padres.
¿Cómo se sigue después de eso? Elsa nunca tuvo una respuesta concreta. A veces decía que fueron los chicos los que la salvaron. En otras entrevistas, reconocía que hubo días en los que deseó no seguir. “No lo sé, me aferré a los chicos”, repetía. El dolor la paralizó. Dejó de salir. Dejó de confiar. La desaparición de personas cercanas, como Azucena Villaflor o las monjas francesas, acentuó su aislamiento. No solo había perdido a su familia, también al país que había conocido. Todo se desarmó.
Por consejo de Adolfo Pérez Esquivel, se acercó a Abuelas de Plaza de Mayo. Ahí encontró contención, otras voces marcadas por el horror. Empezó a hablar, a dar testimonio. A poner en palabras lo que parecía imposible de explicar.
Testimonio de Elsa
Elsa no usaba discursos rimbombantes. Hablaba con firmeza y fragilidad. Su mirada transmitía más que sus frases. Lo que contaba no solo reconstruía una historia familiar, también era parte de una historia colectiva, de un país herido. Elsa murió el 20 de junio de 2015. Tenía 90 años. Su vida fue atravesada por el amor, la cultura, la pérdida y la resistencia. Fue testigo de una de las peores tragedias que vivió Argentina. Y aún así, encontró formas de no quebrarse.